El modelo político democrático de gobierno, a pesar de sus múltiples detractores, es irrenunciable e imprescindible. Pero es indispensable una ética democrática que preserve y asegure la convivencia y los valores sociales como la vida, la libertad y la igualdad. Una vez establecidos en forma democrática los objetivos comunes, se encomienda a los políticos su realización. Luego, la sociedad en su conjunto, como parte de su ética comunitaria, debe exigir cuentas a lo actuado por cada agente político según su jerarquía. Son los controles extrapolíticos de la conducta de los políticos, los que preservan la salud democrática.
En estos días de descrédito y apatía hacia el quehacer político, los ciudadanos deben discriminar entre quienes buscan realmente la transformación de la sociedad o los que participan en política por negocio. Entre quienes tienen el liderazgo en la sangre o son incapaces de trasmitir de manera efectiva sus convicciones, si es que las tienen, o quienes se venden al mejor postor. Entre los que se erigen en abanderados de la sociedad civil a fin de representarla dignamente o solo para ocupar cargos públicos y ser silenciados por las prebendas del poder. Y entre los verdaderos independientes o quienes dependen y son marionetas de intereses económicos.
En la actual polarización en que está deslizándose el país, es urgente abonar el centro político favorable a las concertaciones, intentar acuerdos para evitar mayor deterioro y lograr un impulso social compartido.
En ese esfuerzo deben participar, de común acuerdo, los partidos políticos y las organizaciones sociales creando escenarios para el diseño y promoción de políticas públicas que apunten a fortalecer la institucionalidad y la participación ciudadana más allá del voto.
En horas de crisis, esta gestión necesita de sustento político para generar confianza ante el fracaso y, en muchos casos, ante la falta de iniciativa en el proceso de construcción nacional.
Lo de Panamá no se trata de una tormenta pasajera. Con las instituciones del Estado en crisis terminal hay que reconfigurar la sociedad. Lo que debe evitarse es la tragedia. No se sale de una crisis con ecos del pasado ni exacerbando el lado oscuro del ser humano. No puede salirse de la oscuridad con oscuridad. El colectivo social no puede entrar en una etapa disfuncional.
Es hora de rescatar el individualismo porque la sociedad está hecha de personas, aun de aquellas que se encierran en sí mismas y que ante el hastío reaccionan con enojo o descalificación. En el individuo está el cambio que anhela ver Panamá. Es tiempo de comenzar por la comunidad que se proyecte hacia la sociedad. Panamá es un país vivo en el que todos sus ciudadanos deben creer.
Es hora de romper el tabú de que es imposible participar en política con manos limpias. En lugar de gestionar la política como la doctrina de la mentira, su motor debe ser el trabajo creador que se origina en una inteligencia desinteresada, en un ensueño, en el proceso de un alumbramiento transformador.
Hay que devolverle la autoridad a la política por encima de los políticos sin autoridad. La moral de la política ante los políticos sin moral. Los políticos deben sintetizar los sueños comunes de la población y ser sus principales ejecutores. Esos sueños pueden convertirse en utopías pragmáticas y realistas.
Los políticos deben destilar, no el alcohol con que intoxican y en algunos casos matan a la población, sino pasión, entusiasmo y visión de país con proyectos de largo plazo y un sentido de solidaridad generacional.
Los políticos están llamados a estimular al ciudadano -en palabras de Friedrich Nietzsche- para que fije su propia meta, pueda plantar la semilla de su más alta esperanza y sacar de su interior un ideal tan elevado como las estrellas danzarinas.
El autor es periodista