Soy panameño por nacimiento, educación y convicción. La insignia tricolor la exhibo con orgullo en mis periplos internacionales. Tengo también la nacionalidad española por ser hijo de progenitores catalanes. Ellos emigraron de la dictadura franquista y se radicaron en La Chorrera. Mi padre, médico, trabajó en el Hospital Nicolás Solano por más de 30 años. Les escuché, durante mi infancia y adolescencia, historias de horror de la tiranía militar contra Cataluña. Pasaron hambre, sufrieron bombardeos, evitaron hablar en su lengua para no ser apresados y fueron sometidos a escarnios de toda índole. Juani, incluso, se escapó de un campo de concentración cerca de Francia, huyendo con otros amigos a través de los Pirineos. Por más que Franco falleció hace ya cuatro décadas, la feroz represión del gobierno de Rajoy logró avivar esos recuerdos almacenados en mi mente. Muchos españoles carecen de ese trauma histórico, ya sea porque sus ancestros no padecieron tanta penuria o porque fueron aliados al régimen. Como la ideología de cada persona está influenciada por su entorno y circunstancias, puedo entender la indiferencia o la crítica al catalanismo. Jamás comprenderé, empero, que se recurra al odio, insulto o violencia contra un comportamiento humano natural y legítimo.
Encuentro en Panamá, proporciones guardadas, una analogía a esa situación de resentimiento crónico. Más de 25 años después de la dictadura (Torrijos y Noriega), hay gente que nunca votaría por el partido PRD, porque lo considera cordón umbilical de ese aciago período, por más que sepamos que existen personas decentes en cada colectivo político. El Partido Popular (PP) en España es también percibido como refugio para individuos que todavía añoran al caudillo gallego. La monarquía, desfasada de época y zángana del Estado, es mal vista en Cataluña porque actuó siempre en contubernio con el Generalísimo. Las ideologías militares, disfrazadas de izquierda o derecha, han sido nocivas porque torturan, coartan libertades, fuerzan exilios y engendran polarizaciones. Acá estamos regidos por la constitución militar de 1972 y allá por la constitución de 1978, elaborada tres años después de la muerte de Franco, aún con las secuelas frescas de la era fascista. La provincia de Colón aporta mucho dinero al tesoro nacional (zona libre, puerto), pero el Estado no invierte proporcionalmente en su desarrollo. Cataluña inyecta casi 20% al PIB español, pero el retorno es apenas la mitad.
Me encanta España, tengo buenos amigos en todas sus regiones y disfruto su diversidad cultural, científica, gastronómica, lingüística y deportiva. Mi esposa, además, tiene raíces madrileñas y sus antecesores lucharon en el bando antirrepublicano. Me encanta Cataluña, tengo familiares cercanos allá y comparto muchas de sus tradiciones y gustos. No soy partidario de la independencia, pero respeto la libre autodeterminación de los pueblos, ejercida mediante sufragio democrático. Es un conflicto entre legalidad y legitimidad. Seamos claros, ninguna constitución contempla un procedimiento para la separación, por lo que cualquier intento sería ilegal. El referéndum, precisamente, busca que esa posibilidad sea legítima. La cuestión, en todo caso, sería determinar si la elección debe ser regional o nacional. Me inclinaría por la primera, porque los traumas, esfuerzos, riesgos y beneficios serían bastante diferentes para un catalán que para un español.
Me desagrada el nacionalismo. Anhelo que no existieran fronteras y que todos fuéramos ciudadanos universales. La convivencia pacífica de toda la especie humana, con oportunidades de vivienda, trabajo, educación y salud en cualquier sitio del mundo, debería ser un objetivo prioritario en un siglo tan repleto de tragedias naturales, carestías sociales, atentados terroristas y emigraciones forzadas. El vocablo extranjero tendría que ser eliminado del léxico cotidiano. Tan nefasto es el nacionalismo catalán como el español o el de cualquier otro país. Esta ideología genera fobias y guerras. La usan los políticos, frecuentemente, para rédito populista, consolidación en poder o cortina de humo para disipar acusaciones de corrupción. Tanto los corruptos del PP como los de La Generalitat andan felices con la distracción fomentada por esta crisis. El ejemplo catalán, además, podría sentar un precedente pernicioso que favorezca, en cascada, la fragmentación de otras naciones.
¿Quién ganó? Perdimos todos. El Gobierno español, porque nunca ha procurado negociar pactos de genuino entendimiento, exhibiendo intransigencia e inmovilismo, atributos que fomentan sedición. De hecho, en siete años de mandato, el fervor separatista ha crecido de 15% a 45% en Cataluña. Aunque es improbable que en elecciones formales gane la opción independentista, más del 80% de la población catalana desea votar. La vergonzosa barbarie empleada para evitar la celebración del referéndum fue visibilizada en el exterior y juzgada como instrumento de involución democrática. El Gobierno catalán, porque no buscó sumar más adeptos dentro y fuera de España, incitando una consulta a la brava y utilizando algunas mentiras para defender su ambición política. Los resultados de la votación parecen lejanos a los que presumiblemente hubiesen ocurrido en comicios transparentes, adecuadamente organizados. Me encantaría pensar, sin embargo, que aunque el recuento de votos no tenga validez jurídica, el conteo de heridos si goce de validez política. El rey, tristemente, añadió más piromanía, con un discurso tan estéril como insensible.
España es infinitamente mejor que sus dirigentes. Sensatez y diálogo, sin condiciones ni presiones, es lo que debe imperar a partir de ahora. Lo veo difícil, a menos que haya mediación europea. Nuestra especie es la más irracional del planeta…
El autor es médico