Una vez más, la maestra llamó a la mamá de Martín a una reunión para hablar sobre su comportamiento durante los recreos. Martín, de 5 años, mordió a uno de sus compañeros porque no le pasó a tiempo la pelota para que él anotara un gol. Este tipo de situaciones nos recuerdan que nuestros hijos saben lo que quieren, pero entre nuestras tareas está enseñarles a pedir las cosas o a esperar su turno. Es nuestro deber mostrarles las diferencias y guiarlos para que tomen las mejores decisiones.
Sin embargo, aún en muchos hogares, la disciplina sigue asociándose a métodos basados en la violencia física o verbal. Según un estudio reciente de UNICEF, 4 de cada 10 madres, padres o cuidadores en Panamá admiten recurrir a estas prácticas cuando los niños desobedecen o muestran comportamientos considerados inapropiados.
Esta estadística nos revela una preocupante realidad: a pesar de los avances en el conocimiento sobre crianza, muchas familias siguen utilizando el castigo como principal herramienta para corregir a sus hijos.
La evidencia científica demuestra que los métodos de disciplina basados en la violencia física o verbal no solo son ineficaces a largo plazo, sino que también pueden generar daños emocionales profundos en los niños. El castigo físico enseña a los menores que la violencia es una forma aceptable de resolver conflictos, mientras que la violencia verbal puede minar su autoestima y seguridad personal. Además, estos métodos no fomentan el aprendizaje de habilidades, como el autocontrol, la empatía o la resolución pacífica de problemas.
Una crianza saludable requiere herramientas que promuevan el respeto mutuo, la comunicación efectiva y el entendimiento. En lugar de recurrir al castigo, los padres pueden optar por técnicas como el refuerzo positivo, que consiste en reconocer y premiar las buenas conductas, o el modelado, que implica enseñar a través del ejemplo. Si queremos que nuestros hijos aprendan a manejar sus emociones, primero debemos mostrarles cómo hacerlo.
Por ejemplo, cuando Martín mordió a su compañero, su mamá pudo haber aprovechado la situación para hablar con él sobre el respeto a los demás y buscar juntos una solución alternativa para la próxima vez que sienta frustración. En lugar de castigarlo con un grito o un golpe, este enfoque le habría permitido a Martín entender el impacto de sus acciones y aprender cómo manejar mejor sus emociones.
La crianza saludable también implica establecer límites claros y consistentes, pero siempre desde el amor y el respeto. Los niños necesitan saber qué se espera de ellos, pero también necesitan sentir que sus padres están dispuestos a escucharlos y apoyarlos en su desarrollo emocional.
Si bien cambiar el paradigma de la disciplina puede ser un reto, los beneficios a largo plazo son inestimables. Los niños que crecen en un entorno donde se les trata con respeto y se les enseña a manejar sus emociones de manera saludable, tienden a desarrollar una mayor autoestima, mejores habilidades sociales y un mejor manejo del estrés.
Como padres, todos enfrentamos días difíciles y momentos de frustración, pero es fundamental recordar que nuestras acciones moldean el mundo emocional de nuestros hijos. Enseñarles con paciencia y empatía no solo contribuye a su bienestar presente, sino que también sienta las bases para que se conviertan en adultos responsables y emocionalmente equilibrados.
La próxima vez que la maestra de Martín llame a casa, quizá el motivo sea para felicitarlo por haber aprendido a compartir la pelota durante el recreo. Y ese, sin duda, será un momento que mamá de Martín recordará con orgullo, sabiendo que el camino elegido fue el correcto: educar desde el amor y no desde el miedo.
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La autora es médico pediatra, mamá y promotora del bienestar infantil.