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Educar no es adoctrinar ni repetir: es despertar la conciencia

En este país que presume de progreso y cifras macroeconómicas, pero que lleva décadas postergando su deuda más sagrada —la educación—, no se trata solo de estadísticas ni de presupuestos. Se trata, sobre todo, de una verdad incómoda: en muchas ocasiones, quienes hoy dirigen el rumbo de la enseñanza no comprenden lo que realmente significa educar. Y el daño que eso causa no se mide en puntos porcentuales, sino en futuros cancelados, en juventudes silenciadas, en conciencias que nunca llegan a florecer.

La educación no es un espectáculo ni una fachada para tranquilizar a organismos internacionales. Tampoco es un desfile de frases huecas ni una sucesión de reformas de escritorio. La educación, la verdadera, es un proceso profundo, humano, ético y político en el mejor sentido: el que transforma al individuo para que pueda transformar la sociedad.

Educar no es repetir. No es memorizar sin entender. No es obedecer sin preguntar. Educar es, como nos enseñó Paulo Freire, un acto de libertad, de amor y de esperanza. Es permitir que el otro piense por sí mismo. Es enseñarle a leer no solo palabras, sino el mundo. Es sembrar conciencia crítica. Es desarrollar la capacidad de analizar la realidad, de nombrarla, de comprender sus causas, de imaginarla distinta.

En cambio, lo que muchas veces se ofrece en nombre de la educación es una escuela domesticadora. Una escuela que premia la obediencia y castiga la curiosidad. Que impone contenidos sin contexto. Que forma individuos para adaptarse, no para transformar. Que convierte al maestro en repetidor de manuales y al estudiante en receptor pasivo de datos sin vida.

Y cuando las personas que dirigen ese sistema no vienen del aula, no conocen el dolor de una escuela sin techo, no han escuchado a un niño que llega sin desayuno, ni han vivido el milagro silencioso de un joven que aprende a pensar por primera vez, entonces la educación se convierte en un simulacro. Un experimento burocrático. Un teatro de reformas sin raíz.

Porque educar no es producir mano de obra, ni formar engranajes obedientes para un sistema injusto. Educar es construir humanidad. Es formar sujetos con pensamiento propio. Es devolverle al pueblo su derecho a comprender el mundo, a cuestionarlo, a soñarlo nuevo.

Cuando la educación se entrega a los intereses del mercado o se utiliza como vitrina política, se pervierte. Cuando se instrumentaliza para adiestrar y no para liberar, se vacía. Cuando se cree que basta con repartir tabletas o uniformes sin tocar el corazón ni la mente del estudiante, se miente.

Y en ese vacío es donde se perpetúan las desigualdades. Donde los hijos de los poderosos acceden a escuelas que les enseñan a dirigir, y los hijos del pueblo, a obedecer. Donde se enseña a callar frente a la injusticia, a temerle a la crítica, a normalizar la corrupción como parte del paisaje.

Pero aún hay esperanza. Porque la conciencia crítica no muere. Porque hay docentes que resisten, que siguen educando con dignidad, que no repiten lo que les dictan, sino que piensan con sus alumnos. Porque hay jóvenes que despiertan, que leen a Freire, que no se conforman, que entienden que la educación no es un favor del Estado, sino un derecho transformador.

Educar es un acto de amor valiente .Es mirar al otro y decirle: “Tú puedes pensar. Tú puedes comprender. Tú puedes cambiar lo que parece imposible.

”Es regalarle a un niño, a una niña, a un joven, la certeza de que su voz importa, de que su pensamiento tiene valor, de que su vida es digna de ser vivida con conciencia y con libertad.

En tiempos de posverdad, donde el poder prefiere un pueblo obediente antes que un pueblo pensante, educar críticamente es un acto revolucionario.

Y quien no lo entiende, quien dirige sin conocer la pedagogía ni el aula, no debería estar al mando del futuro.

Porque la educación no es un espacio para demostrar poder. Es, como decía monseñor Óscar Romero, “el instrumento que nos ayuda a descubrir que no hay amor verdadero a Dios si no se busca la justicia para el hermano”.

Y esa justicia comienza en el aula. Y se prolonga en la vida. Y se sostiene solo si formamos seres humanos con pensamiento libre, con conciencia crítica y con la valentía de elegir no el éxito fácil, sino el compromiso verdadero.

La autora es psicóloga y docente.


La Prensa forma parte de

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