Hace ya bastantes años, un exitoso arquitecto de la localidad alegaba en un debate sobre la protección de los parques que estos no eran necesarios, porque habían sido sustituidos por los centros comerciales. Alegaba el personaje en cuestión que, debido a nuestro clima, no había mejor lugar para que la gente saliera a pasear y encontrarse que esas cajas cerradas y refrigeradas, donde dejamos de ser ciudadanos para convertirnos en clientes.
En aquel momento, un grupo de vecinos luchábamos por evitar que un parque de la ciudad quedara rodeado de una muralla de edificios que le quitaría luz, brisa, amplitud. Fue una batalla ganada a medias, porque solo se logró que se estableciera un retiro mayor entre el parque y los edificios que se construyeran. Gracias a aquella lucha ciudadana, el parque logró sobrevivir a la voracidad y mediocridad de los desarrolladores y sus arquitectos, y hoy es un punto importante de encuentro de la comunidad.
Recordé aquel alucinante comentario estos días, en que la crisis de la democracia es motivo de preocupados análisis por todos lados. Y es que una democracia requiere ciudadanos informados, participativos, conscientes de la importancia de defender lo público.
Ciudadanos que no solo sean clientes porque van a los centros comerciales o por ser parte de la clientela de algún político, sino que se opongan activamente al abuso de poder, a la discriminación, a la violación de los derechos humanos, a la corrupción, a la destrucción de las instituciones y lo público.
Hoy, vivimos un proceso creciente de privatización del espacio público -aceras tomadas por carros y negocios-, así como la segregación de las ciudades -con barrios amurallados y garitas que impiden el paso-, lo que dificulta el encuentro en la diversidad, el diálogo entre distintos, el entendimiento ciudadano.
Una democracia sana requiere, entre otras cosas, de gobiernos locales fuertes que trabajen de la mano de los ciudadanos. Por ello, promover la descentralización era una vieja aspiración de muchos. Lastimosamente, el proyecto se descarriló en Panamá.
La cosa empezó mal, ya que la ley de descentralización fue aprobada en las postrimerías del gobierno del presidente Martín Torrijos, dejándola huérfana y en manos de su sucesor. Al tratarse de un proyecto que tenía como objetivo profundizar la democracia, descentralizar el poder e impulsar la participación ciudadana, era evidente que no compaginaba con los planes de Ricardo Martinelli. No eran tiempos de democracia sino de negocios.
El proceso finalmente empezó su azarosa andadura con el gobierno de Juan Carlos Varela y el traspaso a los municipios de un porcentaje del impuesto de inmueble. Ese dinero no podía ser usado a discreción de los alcaldes, sino que los vecinos de los municipios debían participar en la elección de los proyectos. Fue una época de ilusión y entusiasmo para quienes lucharon por décadas para lograr que nuestros municipios se fortalecieran e impulsaran con la participación de la gente, un verdadero desarrollo.
En el Municipio de Panamá, el proceso avanzó de forma notable y hoy, a pesar del evidente descuido al que nos tiene sometidos el actual alcalde, vemos en las anchas aceras de parte de la vía España, la avenida Justo Arosemena, la vía Argentina e incluso la polémica calle Uruguay, así como en los parques renovados y en los muchos proyectos deportivos y culturales que llegaron a cada uno de los corregimientos de la ciudad, lo que significaba la descentralización.
Pero es un proceso que toma tiempo, que requiere la estabilidad de un equipo humano técnico y profesional, alejado de los vaivenes de la política criolla. Requiere mantener proyectos que son buenos para la comunidad, a pesar de los cambios políticos.
Se requería también ir traspasando las competencias que por obvias razones se pueden ejecutar mejor desde la esfera local, como la disposición de los desechos o el mantenimiento de las escuelas, para citar solo dos ejemplos. Nada de eso ocurrió.
Lo que sucedió fue la catástrofe. La llegada al poder de un gobierno que ha potenciado el clientelismo político como fórmula de apoyo electoral, a costa de las instituciones. Y en el Municipio de Panamá, ocurrió una verdadera tragedia con el triunfo de alguien que parece no conocer nada de la larga e importante historia de los municipios del país desde incluso antes de que nos separáramos de Colombia y, en consecuencia, su enorme potencial para el desarrollo. Un alcalde que entiende el fortalecimiento de los gobiernos locales, como más poder para él.
Y así llegamos a la última de las torpes ideas de José Luis Fábrega: construir una terminal de transporte -llamada centro cultural en la licitación y más tarde “Puerta Sur”- en el área de Barraza de la cinta costera. Una terminal que tendrá 225 estacionamientos, 18 de ellos para buses.
El alcalde Fábrega está por destruir un bello espacio público que mira al mar por un lado y al Casco Antiguo por el otro. Su objetivo es llenarlo de carros y de buses, quitándole espacio a la gente y dándole otro golpe a la democracia. Una tragedia.
La autora es periodista, abogada y presidenta de la Fundación Libertad Ciudadana (TI Panamá)