La soberanía del Canal de Panamá constituye uno de los logros más significativos de la historia republicana del país. El proceso que culminó con la firma de los Tratados Torrijos-Carter en 1977 y la eventual transferencia total del Canal en el año 2000 marcó el fin de una etapa de intervención extranjera directa sobre territorio panameño. Esta victoria fue más que política: fue moral, cultural y simbólica. Representó la afirmación de la identidad nacional y la conquista de la plena autonomía sobre un bien estratégico de inmenso valor económico y geopolítico.
No obstante, recientes decisiones del Ejecutivo panameño, como el memorando de entendimiento firmado por el ministro de Seguridad Pública con el gobierno de Estados Unidos, han generado un profundo debate en torno a la vigencia y solidez de dicha soberanía. El acuerdo, cuyo contenido no ha sido completamente divulgado a la ciudadanía ni aprobado por la Asamblea Nacional, plantea interrogantes serios sobre el alcance de la cooperación bilateral en temas de seguridad, migración y presencia operativa en zonas fronterizas como el Darién.
Una de las preocupaciones más fuertes radica en la posibilidad de que este acuerdo abra la puerta a una nueva forma de presencia militar extranjera en territorio panameño. Panamá, tras la salida de las bases estadounidenses en 1999, consagró en su Constitución —y en el sentimiento colectivo— la firme decisión de no permitir nuevamente instalaciones militares extranjeras en su suelo. Cualquier paso que sugiera una regresión en ese sentido representa un riesgo a la soberanía duramente conquistada y puede ser interpretado como una violación a la neutralidad del país y al principio de no intervención.
Además, la historia latinoamericana demuestra que la presencia militar de potencias extranjeras, aunque justificada bajo el pretexto de la seguridad y el combate al crimen, con frecuencia ha derivado en acciones que afectan los derechos humanos, generan tensiones internas y comprometen decisiones nacionales a agendas externas. En el caso de Panamá, aceptar un rol subordinado o facilitar espacios para operaciones extranjeras podría tener consecuencias en su política exterior, en su imagen internacional y, especialmente, en su cohesión social.
En momentos donde la región enfrenta retos complejos en materia migratoria, seguridad fronteriza y crimen transnacional, es necesario encontrar soluciones desde la cooperación, sí, pero bajo estrictos marcos de legalidad, transparencia y respeto a la soberanía. El Canal de Panamá y su historia deben recordarnos que la defensa del territorio y la autodeterminación no son negociables, y que toda alianza debe estar orientada a fortalecer las capacidades nacionales, no a sustituirlas ni a condicionar nuestra independencia.
Panamá no puede, por razones de conveniencia momentánea, abrir espacios a decisiones que puedan comprometer su soberanía a largo plazo. La experiencia nos ha enseñado que la libertad y el control sobre nuestro destino no se entregan ni se hipotecan: se defienden cada día con dignidad, visión de Estado y respeto a la voluntad popular.
La autora es abogada.