Es ampliamente conocido que la ciudad de Panamá ha experimentado un crecimiento continuo durante las últimas décadas. Los grandes edificios se han convertido en una fachada que pretende proyectar la imagen de un país desarrollado y una ciudad cosmopolita, aunque la realidad muestra un panorama diferente.
El desarrollo inmobiliario, aunque cumple formalmente con los permisos de construcción, estudios de impacto ambiental y autorizaciones de ocupación, enfrenta serias dudas sobre la transparencia del proceso. Se han señalado casos de posibles sobornos y pagos indebidos para obtener la legalidad requerida que facilite el avance de los proyectos. Además, proliferan edificios con apartamentos vacíos, lo que plantea inquietudes sobre actividades de lavado de dinero y precios inaccesibles para la mayoría de la población. Este sector, orientado a un público de alto poder adquisitivo, maneja sumas millonarias que exacerban las desigualdades económicas.
Muchos edificios, incluso con planos aprobados y unidades vendidas, no cumplen con las condiciones mínimas de habitabilidad ni con estándares de calidad. Esta situación pone en duda los procesos de aprobación y comercialización de dichos inmuebles.
En un inicio, el desarrollo inmobiliario se centró en grandes barriadas dirigidas al sector humilde, buscando que las constructoras aprovecharan los subsidios del Estado. Sin embargo, esto resultó en viviendas de pésima calidad, lo que afectó principalmente a las personas más vulnerables.
Los residentes de estas barriadas enfrentan problemas graves tras mudarse: inundaciones, suministro de agua potable irregular, servicios eléctricos deficientes, falta de tanques de almacenamiento de agua, filtraciones, tratamiento inadecuado de aguas residuales, iluminación pública insuficiente y carreteras mal diseñadas o inexistentes.
En el centro de la ciudad, las construcciones recientes agravan las dificultades urbanas. Se aprueban proyectos sin evaluar su impacto en las comunidades existentes, y los desarrolladores no garantizan servicios básicos adecuados como agua, luz y alcantarillado. La llegada de nuevos residentes sobrecarga infraestructuras diseñadas para menor capacidad, afectando tanto a los vecinos originales como a los nuevos.
Un caso emblemático es el de la urbanización La Loma en Pueblo Nuevo, ubicada detrás del Hospital San Fernando. Desde 2015, los residentes se han opuesto a la construcción de torres con más de mil apartamentos que accederían por la estrecha calle Gervasio García, diseñada en 1960 para viviendas unifamiliares. Con los estacionamientos del hospital, el tráfico en la zona ha aumentado significativamente, afectando la visibilidad, incrementando accidentes y complicando el tránsito.
Además, los nuevos edificios agravarían problemas ya existentes como el desbordamiento de tuberías, la falta de presión de agua, cortes eléctricos y la saturación del sistema de alcantarillado. La recolección de basura y el tráfico intenso también empeorarían. Esto es particularmente crítico en áreas residenciales, donde la instalación de locales comerciales asociados a los nuevos edificios podría obstaculizar el acceso de ambulancias, bomberos y otros servicios de emergencia.
Este fenómeno no es exclusivo de La Loma; se repite en muchas comunidades de la ciudad capital. Resulta urgente actualizar el uso de suelo para garantizar que sea compatible con la infraestructura vial y de servicios existente. Asimismo, es necesario limitar la cantidad de nuevos apartamentos para evitar un colapso en los servicios básicos.
La voz de las comunidades debe ser escuchada y respetada. No se puede construir de manera indiscriminada cuando estas acciones afectan negativamente a la población. No estamos en contra del desarrollo inmobiliario, pero este debe basarse en estudios exhaustivos y consultas a las comunidades para prevenir problemas a futuro. También es imprescindible revisar la normativa vigente y garantizar un desarrollo urbano que priorice la convivencia pacífica y sostenible.
El autor es abogado.