El dulce olor del bon



Cuando estuve por última vez en Panamá, enero de 2020, no comí bon. Nada hacía presagiar que el regreso al terruño sería largo, y que mi paladar iría perdiendo, a fuerza de ausencia, la memoria de su olor dulce y su textura tras un bocado con queso amarillo encima de una rebanada gruesa. Ese dulce, para mí, es Panamá.

Tengo amigos que me arriman el dulce olor del bon con su cariño generoso a pesar de las distancias. Una de las virtudes del bon es que tiene que ser compartido, porque aunque más de uno somos capaces de bajárnoslo solitos, sus dimensiones son perfectas para compartir en rebanadas cariñosas con una taza grande de café y una buena conversa mañanera. El bon es generosidad que se cocina con el calor de la paciencia.

El bon es memoria, es un hito oloroso de la negritud, es sabor a nuestros barrios, “Madamas en puestos vendiendo bon y presa de pescao”, nos dibuja Pedro Altamiranda en “Homenaje a mi pueblo”; el bon es la Semana Santa cuando teníamos más fe, y el futuro nos parecía un buen lugar al que ir. Un dulce de recuerdo, una memoria olorosa que se extraña, y que ni la imagen ni las mil palabras devuelve.

Panamá es un bon, sí, pero no para que se lo merienden los corruptos, ni lo dilapiden los políticos con sus malas artes, debería ser un oloroso futuro, un sabroso presente del que todos deberíamos disfrutar pero, los que se sientan a la mesa del gobierno, se lo están comiendo solitos.

Cuando regrese a Panamá, lo primero que espero hacer es comer un pedazo grande de bon, para no olvidar, para recordar, para tener fe. La realidad es necia y los corruptos muchos, pero no quiero renunciar a la esperanza de un futuro en el que consigamos devolvernos a la senda del trabajo, del respeto y la honestidad, los ingredientes que hacen falta para cocinar un mejor país.

El autor es escritor

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