La democracia -esa que está peligrosamente en crisis en muchos países-, necesita la política; la buena política. Esa que tiene a los partidos políticos como actores fundamentales y que requiere que el ciudadano decida en procesos electorales justos y transparentes, quién estará a cargo del gobierno por determinado período. La democracia requiere que se juegue limpio.
Lamentablemente, el juego de la democracia y de la política que venimos jugando tras la invasión que puso fin a las dos décadas de régimen militar, se ha ido paulatinamente amañando, falseando, corrompiendo. Nuestra democracia hace aguas.
La más reciente evidencia de este drama lo supimos gracias a una investigación de esta casa. Los datos revelados sobre la bien llamada descentralización paralela, dan cuenta de cómo se está jugando sucio, al utilizar recursos públicos para comprar fidelidades y apoyos de funcionarios, diputados, gobiernos locales y toda la clientela que hace parte del sistema. Y aunque solo se trataba de una elección primaria, el derroche y abuso que vimos marca el camino de la campaña electoral que se avecina.
La democracia, los procesos electorales, las campañas políticas requieren dinero; de eso no hay duda. Se necesitan recursos para que los candidatos se den a conocer y puedan divulgar sus propuestas, organizar las actividades de campaña o promover la participación el día de la elección.
En consecuencia, tener reglas que permitan que el juego sea más equilibrado ha sido siempre una meta de quienes entienden la democracia desde la ética de la responsabilidad y la participación en las contiendas electorales como un compromiso con el servicio público. Es el deber ser, muy lejos de la realidad.
En Panamá, como en muchos otros países, existen regulaciones que presuntamente debían propiciar la transparencia y poner límites que pongan freno a los desequilibrios que existen en los torneos electorales. Pero como dice el refrán: hecha la regla, hecha la trampa. Y por la trampa entra la corrupción y se destruyen las instituciones.
Justamente de este tema se habló en profundidad y llaneza hace unos días, durante la celebración del foro sobre integridad política y financiamiento de la democracia -organizado por las fundaciones Espacio Cívico, Libertad Ciudadana (capítulo panameño de Transparencia Internacional) y el Instituto Panameño de Estudios Cívicos-, en el que se llegó a una conclusión contundente: no hay consciencia de la magnitud del problema.
Es decir, por los huecos de las formalidades legales y las deficiencias de las fiscalizaciones, se cuela el dinero de los intereses privados, de la corrupción, del crimen organizado. Así de claro, así de grave.
Se trata de un problema que atañe a los partidos políticos y sus candidatos a puestos de elección, pero también al sector privado, a los donantes, a la sociedad en general.
Y es que, tal y como señaló Pablo Secchi, director del capítulo argentino de TI, “el financiamiento político no está para nada controlado, y lo que ven los fiscalizadores o ciudadanos es apenas una fracción de todo lo que ocurre”.
Efectivamente, si se revisa la información que los candidatos y partidos entregan al Tribunal Electoral como parte de las obligaciones que establece la ley, es evidente que la foto que podemos ver está cortada. Faltan rostros, nombres, datos, cifras de ese dinero que se entrega por debajo de la mesa y que, por eso mismo, tiene como objetivo mantener o lograr negocios y privilegios.
Si bien se trata de un tema extremadamente complicado, lo cierto es que el panorama sería mucho menos oscuro si existiera cooperación entre las instituciones, tal como comentó en el citado foro Sandra Martínez de Transparencia por Colombia. Existen herramientas tecnológicas que permitirían el cruce de datos bancarios y allí están las unidades de análisis financiero que podrían sumarse al proceso fiscalizador. La tecnología existe, pero falta voluntad.
Y por supuesto, no solo se trata del dinero que reciben los candidatos y partidos tanto del financiamiento público como de las donaciones privadas. Hay mucho que no se contabiliza y que provoca que el juego de la democracia no sea igual para todos.
Uno de los conferencistas daba un ejemplo que podía aplicarse perfectamente a la reciente campaña del partido en el poder. Un funcionario que prepara su candidatura desde una posición privilegiada del gobierno, que cumple la formalidad de renunciar al cargo que ocupa, pero que sigue gozando de los privilegios del poder y mantiene el control sobre la forma como se distribuyen los dineros, descentralizados o no. Si, el caso suena conocido, y nada tiene que ver con una verdadera democracia.
¿Cómo enfrentamos entonces el daño que el dinero descontrolado produce en las campañas políticas? ¿Cómo impedimos que la democracia se siga deteriorando por esos intereses que compran al poder? Pues parece que no hay forma, porque los protagonistas de este drama -políticos, sector privado, donantes, entes fiscalizadores- no se dan por aludidos.
El juego trucho les ha convenido hasta ahora y no ven el barranco que cada vez está más cerca.
La autora es presidenta de la Fundación Libertad Ciudadana (TI Panamá).