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El Mesías que no vendrá

Resulta extraño que en una época en la que se pregonan la racionalidad de la conducta y la laicidad de los gobiernos, se mitifiquen las figuras que buscan el poder y se eleven hasta el nivel de casta digna de obediencia a los grupos enquistados en la gestión “pública”. Tal proceder podría ser achacado a una agrupación o una situación en particular, pero la realidad es que lo mismo ocurre en todos los niveles y ámbitos del país.

Desde el temor reverencial que le profesa el Tribunal Electoral a los partidos políticos, su silenciosa y escasa vigilancia además de la falta de cuestionamiento al manejo de esta clase; la reducida fiscalización durante todo el proceso de la vida pública, más allá del proceso electoral, cuyo periodo de visualización es mayor, y que se sumerge en una conveniente parsimonia, llena de legalismos y formulismos, sin presentar una clara brújula de acciones y decisiones ante eventos concretos del desenvolvimiento nacional. Todo esto ocurre hasta culminar en el pleno convencimiento de que los grupos partidistas son los divinos poseedores irrestrictos del poder y no estructuras de acceso de ideas y principios para los ciudadanos en beneficio de los mismos.

La aceptación de linajes ya sea por nombre, casamiento, ascendencia, descendencia, directa o transmitida, amiguismos u obediencia ciega, asemeja una concepción feudal del manejo político con diferentes grados de alianzas, acuerdos y tratos. Todos estos individuos están programados para erigir personajes en un periodo cíclico: cada cinco años, el grupo elige a individuos que salvaguarden los derechos e intereses de su casta particular.

Mesías de la nación inflados artificialmente con respuestas al pasado, presente y futuro del país. Figuras únicas con las soluciones a todo y ante todos, con dones exacerbados y capacidades notorias más allá del común de los ciudadanos. Estos seres místicos van seguidos a su vez por adeptos casi religiosos, que alaban las virtudes maximizando sus poderes, elogiando virtudes de las que muchos carecen y reiterando que es la única persona que debe ser escuchada para el desgreño nacional.

Estos mesías, que son muchos frente a cada periodo electoral pero que resultan notoriamente semejantes en cuanto a sus actuaciones, improvisaciones y enmarañadas promesas, que hasta asemejan un poema, un guion aprendido de memoria para cada ocasión, son exhibidos en reuniones, medios y en redes digitales como perfectos ejemplos ciudadanos, quienes explican en lenguaje llano, la mayor parte del tiempo con promesas muy vacías y carentes de toda lógica, las garantías de los cambios eminentes bajo su liderazgo y el firme convencimiento de decirle a la gente lo que ellos consideran que quieren oír.

Por eso, se valora tanto dentro del grupo político que el candidato “camine”: es el momento en donde los detentores del poder aceptan bajar de su pedestal y se pasean entre el pueblo, del que ni siquiera forman parte, una clase de la que desconocen todo tipo de información relacionada con las peripecias diarias. Ellos, los señores inmortales de la mentira, no tienen conexión alguna con esa raza inferior que se agolpa a su alrededor para nutrirse de falsas esperanzas.

La casta de estos actores de la improvisación finge un interés, que queda en evidencia cuando no regresan más al sitio luego de apretones continuos, abrazos efusivos y besos sonoros.

Cada lustro, estos “ungidos” se levantan en la opinión pública con el propósito de ser convertidos en reyes antiguos: sin la responsabilidad legal futura de sus actos, con una escasa transparencia de sus acciones en el ejercicio y la nula voluntad por el bien común.

Se parte de un sistema electoral incapaz de cuestionarse y de una democracia que solo representa a quien tenga el dinero y los contactos para mantenerse en sus propios intereses; estos “escogidos”, adquieren la fuerza legal para decidir por el país incluso en aquellas acciones que les serán dañinas, anulando cualquier discrepancia y ejerciendo el monopolio de la fuerza debido a su cargo.

Quienes buscan ejercer el poder y manejar sus recursos por cinco años para establecer los contactos adecuados luego de ese tiempo, saben perfectamente que la elección tiene muy poco de racional y que el común denominador es la sincronía en los afectos por mérito o manipulación, por lo tanto buscan concretar tal apoyo como si se tratase de un reinado de feria o un concurso de belleza, mediante la colección de propuestas falsas llenas de color y sonrisas.

En Panamá, el sistema electoral se encuentra en entredicho porque la democracia también lo está. Pensar que los grupos que generaron los problemas y lucran con ellos desean resolverlos, es absurdo.

Aunque es mucho más absurdo querer ejercer una democracia cuando el poder lo ejercen casas feudales territoriales o económicas, presidentes con delirios de monarcas y suprimida capacidad de autoanálisis. Lo más lamentable es ver a un pueblo que se embelesa en espejismos, cediendo su poder y capacidad frente a un andamiaje electoral que solo lo utiliza para posicionarse del poder de forma conveniente.

Como en las pasadas elecciones, un Mesías no nos caerá del cielo, ni tampoco se nos levantará de las profundidades; si en realidad se desea un cambio en el país, es tiempo de dejar de oír promesas fatuas, de participar en espectáculos populares donde el pueblo hace de tonto, de crédulo y se presta para ser burlado repetidas veces. Si queremos un verdadero resultado, debemos obtenerlo por medio del trabajo colectivo, sin perder el rumbo ni el conocimiento por las promesas de los que nos dicen cambiar todo, para que nada cambie.

El autor es biólogo


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