Octubre de 2012 y octubre de 2023 comparten una serie de similitudes que han sido una constante a lo largo de los años. El régimen que administra el Estado despliega un patrón claro: imposición de alguna ley, seguida de protestas pacíficas y, finalmente, una represión brutal. Los discursos de odio actúan como un hilo conductor en esta dinámica.
En tan solo 37 minutos, la Asamblea Nacional aprobó la venta de tierras del Estado en la Zona Libre de Colón el 19 de octubre de 2012. Horas más tarde, el presidente Ricardo Martinelli sancionó la ley. Durante la sesión extraordinaria, mientras la oposición protestaba, Sergio Gálvez, presidente de la Asamblea, sentenció la frase: “A llorar al cementerio”.
Esa frase resonó como un eco horrendo durante todo el conflicto. Aquel 19 de octubre, murió un niño de 9 años, y el Secretario de Comunicación del gobierno, Luis Camacho, sin esperar las investigaciones pertinentes, aseguró que era responsabilidad de “grupos antisociales”.
La ciudad de Colón ha sido estigmatizada como una urbe violenta, tomada por las pandillas, grupos antisociales y el crimen organizado. Los discursos de odio difundidos durante tantos años contra la población colonense se utilizaron para legitimar la escalada de la violencia. El presidente Ricardo Martinelli afirmó que había “agitadores profesionales que azuzan las protestas y actos vandálicos por motivos políticos, con el fin de crear el caos”.
Las personas que vivían en Colón eran consideradas vándalos a quienes había que disparar con 9 mm, escopeta 12 y fusiles automáticos AK-47. No importaba si era una mujer joven regresando a su casa después de trabajar, un adolescente que salió con su mamá a comprar al supermercado, o una niña que estaba en su departamento de la multifamiliar; nada importaba porque los discursos de odio dan carta abierta a la violencia policial.
El 20 de octubre de 2023, en tan solo 48 horas, se aprobó y sancionó la ley 406 del contrato minero. Cada día, una parte significativa de la población a nivel nacional se sumaba a la lucha popular por la defensa de la soberanía, de la tierra y el agua.
Entonces, los discursos de odio entraron en funcionamiento. El Consejo Nacional de la Empresa Privada declaró: “Grupos radicales con intereses políticos nos tienen ‘secuestrados’”. Rápidamente, en redes sociales y empresas de comunicación se difundió la idea de que toda persona que protesta es un delincuente y que por portar una bandera de Panamá podrías ir a prisión. “La izquierda organizada como los ambientalistas generaron del tema una crisis”, afirmó el periodista Edwin Cabrera. Se repetía una y otra vez que quienes protestaban eran los culpables de la situación. Laurentino Cortizo adoptó la estrategia de Martinelli y decidió reprimir violentamente las protestas bajo el lema “No toleraré vandalismo”.
Los discursos de odio no solo perpetúan la violencia estatal, sino que, según el Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos (LEDA), “generan, con frecuencia, un clima cultural de intolerancia y odio y, en ciertos contextos, pueden provocar en la sociedad civil prácticas agresivas, segregacionistas o genocidas”. Estas cosas parecen imposibles hasta que ocurren. Quienes protestaban contra el contrato minero en octubre y noviembre de 2023 nunca imaginaron encontrarse con un hombre armado que, saliendo de su vehículo, les disparó mortalmente a dos docentes. Tampoco anticiparon la amenaza de un empresario hacia mujeres campesinas en Cañazas, ni que otro hombre armado exigiera con amenazas la apertura de las vías en Penonomé, ni la agresión del alcalde de Tierras Altas contra manifestantes indígenas, ni el violento atropello de un hombre, que con un carro, atravesó una protesta e hirió de muerte a un docente indígena.
Trece años antes de estos hechos, el actual presidente alimentaba los discursos de odio contra los pueblos indígenas. El 11 de julio de 2010, José Raúl Mulino, quien entonces era Ministro de Seguridad, acusó a los sindicatos de “emborrachar a indígenas para que protesten y de instigar a la desestabilización en todo el país”.
Los discursos de odio etiquetan a individuos como manipulables, ignorantes, delincuentes, secuestradores, terroristas, etc. Estas narrativas deshumanizan, contribuyendo a silenciar a ciertos grupos sociales y así socavar directamente la democracia.
La sistemática violación de los derechos humanos en Panamá evidencia que “la fórmula” del régimen consiste en sostener un modelo de país extractivista. Para lograrlo, busca que ignoremos y olvidemos la impunidad del Estado, normalizando la violencia contra quienes exigen respeto a los derechos y bienes comunes.
La autora es miembro de la Comisión Nacional de Derechos Humanos.