Es curioso cómo en nuestro amado Panamá la justicia no siempre parece igual para todos. Mientras los hijos de la cocinera, esos jóvenes que madrugan para estudiar y trabajar, sueñan con algún día no tener que escoger entre un plato de sopa o pagar el bus, hay quienes transgreden las leyes con la soltura de quien se cambia de corbata. Ah, pero no se preocupen, porque si el pecado lleva el apellido “peculado”, la penitencia se suaviza con un relajante servicio comunitario. Qué dulzura.
Ernesto Cedeño lo dijo claro: ningún corrupto debería limpiar su conciencia barriendo parques. Pero la realidad grita otra cosa. Entre 2018 y 2024, Panamá dictó 235 sentencias por delitos contra la administración pública. ¿Qué pasó con esas sentencias? Al parecer, muchas se diluyen en el conveniente laberinto de beneficios que aseguran que los más privilegiados nunca tengan que conocer una celda desde dentro. Mientras tanto, los fondos saqueados—nuestros fondos—nunca vuelven del todo, y los discursos políticos se tiñen de un lavado de manos que ni Poncio Pilato se atrevió a tanto.
Hablemos claro: ¿qué mensaje estamos enviando? Que puedes esquilmar al país, construirte una mansión, y tu castigo será un par de horas recogiendo basura bajo el sol que ya no toca tu patio ajardinado. Qué ironía que, mientras Estados Unidos promete duplicar su apoyo financiero para combatir la corrupción en Panamá, algunos de nuestros jueces parecen más interesados en duplicar los beneficios para quienes los necesitan menos.
El ciudadano de a pie, ese que paga impuestos sin evasiones creativas, ve cómo se construyen monumentos a la impunidad. Tal vez pronto tengamos una estatua en la cinco de mayo: “Don Peculado, Por Servicios Prestados”. Y mientras tanto, los programas de ayuda comunitaria no llegan a los barrios más necesitados, pero sí parecen estar siempre disponibles para lavar las culpas de quienes jamás han conocido el sabor amargo del sacrificio verdadero.Aquí estamos, en un país donde el que roba una iguana enfrenta más tiempo tras las rejas que el que roba millones. ¿Por qué? Porque el primero no tiene un abogado que recite los códigos con precisión quirúrgica ni amigos que le aseguren trabajo comunitario en lugar de una condena firme. Es un panorama tan absurdo que podría ser el guión de una tragicomedia, si no fuera nuestra dolorosa realidad.
Al final, los hijos de la cocinera crecerán con la certeza de que las reglas no son iguales para todos. Pero, tal vez, también crecerán con la esperanza de que algo cambie, de que la justicia deje de ser un juego de azar en el que el privilegio siempre tiene la mano ganadora. Mientras tanto, seguiremos mirando cómo algunos barren calles mientras otros barren leyes, y preguntándonos cuándo, si es que alguna vez, esto será diferente.
El autor es escritor y máster en administración industrial.