El Panamá de mis amores



El Panamá de mis amores hoy duele por justicia, por equidad, porque recién se abre la puerta de escape al sufrimiento nacional que nos otorga una justicia selectiva e injusta y el perfil de sufrimiento de los quintiles más pobres que contrastan con la Dubái centroamericana de elevados rascacielos; de la inequidad alimentaria, sanitaria e inmobiliaria, que nos mete en campos invadidos por desesperación, y de sistemas de atención caritativos en el que rogamos ante la imposibilidad de exigir de hecho el tutelaje de lo que es nuestro constitucional derecho.

Duele el Panamá de mis amores, porque somos gente bonita llena de sueños rotos que piensa en nuevos amaneceres en los que seamos más educados y menos estudiados, abrazando la belleza de no solo sentir el viento y añorando el día en donde ya nadie juegue con nuestros más nobles sentimientos, apelando a la pobreza como principal capital político y cual Pandora liberada fuera de la caja, esparzan maldiciones disfrazadas de esperanza. Pero este Panamá de dolores contrasta con el Panamá de mis amores, ni A ni B; ni cuarta ni quinta frontera, porque somos Panamá, que, sin temor a equivocarme, se niega a develar una sociedad decente y olvidada, que es luz debajo de un cajón implorando ser como hoy destapada, a fin de nuevamente exudar el sentimiento nacional. Porque la pregunta es: en realidad, ¿qué es ser panameño y panameña en el Panamá de mis amores? Es un regalo inmerecido, don perfecto del cielo, una feliz coincidencia en la ruleta de la vida y una bendición por partida doble, porque el corazón siempre tendrá razones que la razón desconoce y, como en el poema, quiero sembrar un maíz, en este mes de la patria herida y por la dicha común, cerca de 4.3 millones de razones la honran con su trabajo y engrandecen más a Panamá, porque nadie que no ame puede enseñar sobre el amor y, en amar lo que hacemos, nadie nos gana.

Hoy, la patria ha dejado de ser solo el recuerdo pedazo de la vida de Ricardo Miró. La Panamá de hoy es un grito a la modernidad y al orgullo de nuestras tradiciones, aquellas que nos identifican, nos dan sentido y pertenencia. El ser panameño y panameña es motivo de orgullo, sinónimo de estoicismo con sabor a próceres que nos dignificaron como nación y nos ayudaron no solo a entrar en la historia, sino también en la Zona del Canal, arrancando para siempre el velo de la ignorancia que obnubilaba el camino de aquellos que pensaron que no seríamos capaces de tomar las riendas de nuestro propio destino. De cara al mundo, la palabra Panamá puede tener múltiples significados, aves, peces, mariposas abundantes, pero que solo puede ser definida cuando la hago mía y la comparto, porque es objeto de intimidad, y su nombre sujeto de respeto y admiración. Tiene personalidad, la de cada uno de nosotros, y lo que suceda con ella siempre será un asunto de todos. Quererla es nuestra pasión y el valor fundamental en cada panameño, porque al conocerla, no importa de dónde vengas o hacia dónde te dirijas, en su interior podrás escuchar sus latidos, prendarte de su corazón y, en adelante, solo podrás amarla. Ser panameño es a lo Blades, sabor de libertad y la sonrisa inspirante de cada niño, el valor de un encuentro entre amigos; es un tránsito entre los mares de la vida que partió la nación en dos; de pueblos escondidos y de aquellos que de tierras lejanas vinieron entregando sus propias vidas, y aunque solo visionando un Canal en sueños, vieron esta monumental obra primero. Por todos ellos, los de aquí y los de allá, como dijo Ana y Jaime en Café y petróleo, “su patria es mi patria, su bandera es mi bandera… porque no importa dónde se nace ni dónde se muere, sino dónde se lucha”.

Panamá es la reversión del Canal, pintarnos de rojo por la Sele, es la fe de la gente, un rito originario a ritmo de comarca, la grandeza afrocaribeña; es vino de palma y guarapo; también es el arroz de soberanía cultivado por Changmarín en Miraflores, en donde el Chagres de mis dolores nos entrega su agua fría; es el honor de la victoria que produce una independencia y de la fuerza de la mujer panameña por un santeño grito emancipador o la mejor conveniencia de una separación que hasta hoy nos dignifica como nación.

El ser panameño representa una lista larga y sin fin de luchas forjadas que hablan de guerras que no duraron solo mil días, de victorianos anónimos y desertores a lo Jurado, cuyos rostros a lo Urracá no aparecen impresos en monedas de centavo, que poco valor otorgan a tan gran contribución y que hasta hoy son fuente de inspiración; también nos habla de la valentía de la revolución Tule o de un movimiento inquilinario; de la juventud institutora y de todos los héroes olvidados, principalmente, de aquellos que, en el imaginario de nuestra nacionalidad, asumieron su compromiso con el progreso de un país, para una nación empobrecida por el abandono del centralismo y la explotación, pero dignificada por patriotas que no toleraron ni el incidente por una tajada de sandía ni de una noche de cumbia de aquel Chimbombó africano dentro de la cantina de Pancha Manchá, y de quienes resistiendo una invasión, edificaron sobre las cenizas de nuestra dignidad la nueva nacionalidad.

La patria también es recordación de todos aquellos que perdieron sus vidas en el nuevo campo de batalla llamado pandemia, que cayeron sembrando su semilla, donándose a sí mismos por un Panamá mejor y de todos quienes aun con su dolor a cuestas, supieron levantarse, recoger su bandera, darle un beso y seguir adelante. Ser panameño en la Patria de mis amores es música de tamborito y baile de congo que nos mueve a cada uno al ritmo de un canal que, como aquel poema de Gaspar Octavio Hernández, “cada día ve cómo asciende al mástil del velero, serpenteando con lánguida armonía bajo la luz del matinal lucero, mientras canta fornido marinero con ruda voz, ¡canciones de alegría!” Porque en el Panamá de mis amores, luchando por lo que creemos, también hacemos patria. ¡Que viva Panamá!

El autor es doctor en ciencias de la educación, sociólogo, es un enamorado de su país y le duele Panamá



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