Se me ocurre comparar las próximas elecciones, el importante evento democrático del que vamos a participar y disfrutar como electores, con un tinglado de boxeo, karate o un campeonato de fútbol, lucha grecorromana o cualquier competencia olímpica, que dicho sea de paso, este año se celebrará en París. Después de ser aporreado por los cuatro costados, el atleta perdedor se inclina levemente hacia su vencedor y los jueces, les da la mano y se retira en paz, siempre atento a servir a su contrincante y a los organizadores del evento. Pero lo cierto es que la política no es un juego olímpico, sino más bien un certamen de lucha libre donde ha quedado en evidencia que casi todos los gladiadores o luchadores son rudos, quedando muy pocos contendores que pudiéramos clasificar en la categoría de los técnicos.
Personalmente, nunca me han gustado los rudos, siempre he simpatizado con los técnicos. Algunos de esos políticos “rudos” esperan que sus rivales estén de acuerdo en luchar rudamente, sin reglas o muy pocas y sin la menor observancia de la ética y moral en la refriega, pero demandando que los que pierdan lo hagan olímpicamente. Lo que más molesta de esto es que todos los contrincantes desean que los demás hinquen la rodilla ante el que se crea el elegido por el espíritu de Nicolás Maquiavelo, a quien algunos políticos inescrupulosos han divinizado como el dios de la política o, por lo menos, como el santo patrono de los políticos o, en última instancia, como el “padrino” de esa casta.
Si nos detenemos a fijar la vista en los puntos de vista de determinados políticos, estaremos cerca de encontrarnos con que lo único que parece captar su mirada es lo que conviene a sus propósitos de llegar al poder y todo lo que sirva al propósito de impedir que su rival llegue. A la mayoría de los espectadores no les agradan los “rudos” y suelen aplaudir a los “técnicos”, pero no siempre ganan éstos. Soy de la opinión de que los hombres y mujeres que tienen a la Patria como un “trabajadero político” al que hay que sacarle todo el provecho y ventaja posible, han hecho de la costumbre de la diatriba, la calumnia, la impostura y la mentira la ley del juego y han puesto en práctica sus propias reglas, que cambian según les convenga.
El filósofo griego Aristóteles, a quien muchos han llamado “el padre de la política”, decía que los políticos y los gobernantes no debían necesitar dinero ni tener familia porque, de esa manera, no tendrían apremios ni obligaciones propias y gobernarían exclusivamente para el pueblo y por el pueblo. Definitivamente, eso suena a utopía, pero la idea realmente es genial, solo que los hombres y mujeres idealistas e ideales son muy escasos, casi inexistentes.
¿Se imagina usted a los políticos panameños (los rudos y los técnicos), haciendo votos de castidad y pobreza con el propósito de dedicarse únicamente a servir a la comunidad? Podríamos considerar a la iglesia Católica como un ejemplo de ese ideal aristotélico porque los sacerdotes se someten al voto de pobreza y castidad para servir enteramente a Dios, a la iglesia y a la feligresía.
Pero, ¿qué sentido tendría todo esto sino fuera exclusivamente por el deber altruista de servir a la Patria? Lamentablemente, la historia de Panamá no registra muchos nombres de políticos altruistas. Podemos, entonces, ir concluyendo que el genuino y auténtico político que practique la política con amor y temor a la Patria y respeto por la opinión nacional e internacional, es un hombre o una mujer al que el filósofo Diógenes tendría que buscar con una linterna a pleno sol. No obstante, soy un convencido de que en nuestro querido Panamá existe un puñado de esos hombres y mujeres que todavía comen honor y viven con dignidad.
El autor es abogado
