Reiteradas veces escuchamos que la democracia se fortalece votando, que a través de las elecciones ejercemos nuestra responsabilidad cívica para con nuestro país. Sin embargo, aunque votar es un fundamento irremplazable e ineludible para una democracia funcional, no es suficiente. Si bien es cierto que pocos son los oficios más desprestigiados que la política, no hay ninguno tan crucial. Es por ello por lo que, en esa profesión, debemos elegir a los más competentes, los más inteligentes, los más honestos, y los más honrados; y eso únicamente se consigue de una manera: participando.
Iniciemos con el significado de la democracia. En el libro La República, la primera obra sobre políticas que leí durante mi tiempo como estudiante de ciencias políticas, Platón visualizó la democracia como una forma de gobierno que surge de la existencia plena de dos conceptos: la libertad y la igualdad. Todos las personas son libres de hacer su vida como les plazca, y todos los ciudadanos son iguales ante la Ley. Pero hay una particularidad en la existencia de la democracia, particularidad que la hace distinta a los demás sistemas políticos: la política no está en mano de los más capaces, sino en la mano de los que tiene la mayor habilidad de atraer las masas. La desviación del pragmatismo democrático, y por consiguiente de la libertad y la igualdad, nos conduce a gobiernos más incompetentes, al poder distribuido en mano de los “deseosos” y no de los más capacitados.
Ese proceso de desmoronamiento de una democracia pragmática está relacionado con la degeneración de la política doméstica. Palabras más, palabras menos, el descuido de la democracia facilita la aparición de líderes populistas. Estos prometen llevar la libertad individual a nuevos extremos, a los iguales le promete más igualdad, y a los desaventajados les ofrece promesas imposibles de cumplir: una vida completamente gratis. Pero ¿Qué papel tiene entonces el populismo? El populismo es una herramienta de polarización, la gobernanza contra los que, a su criterio, amenazan la democracia. El populista diluye la razón, debilita los argumentos, y apela a las peores de las pasiones que se esconden en el fondo oscuro de las personas. En la práctica, el populista le quita todo el respeto que le queda a la política, porque, según ellos, la democracia está en peligro, y sólo votando podemos salvarla: votándole a ellos, porque, herméticamente, ellos necesitan más tiempo en el poder para mejorar las cosas.
Es decir, el populismo es la anti-política irreflexiva que consume a la democracia desde todos los flancos. Seguidamente, cuando la democracia ya anda mal, y los populistas y bribones han logrado que les voten a ellos, evitan a toda costa que la opinión pública lógica los critique. Aunque la Ley prohíba muchas cosas, ellos buscan la manera de violentarla, y a la información la compran, la censuran, o cuando no tienen más opciones, la hunden en nombre de persecuciones políticas. Y así, haciéndolo ver como si fuera voluntad popular, acaban con la libertad, y nadie vuelve a ser iguales a ellos, porque se han convertido en pequeños monarcas.
Es por ello por lo que nosotros, los ciudadanos, tenemos la responsabilidad de participar, de exponer, de pedir rendición de cuentas, y, sobre todo, de exigir la independencia de la justicia en la república. El voto nos iguala a todos, a los correctos y a los corruptos, a los independientes y a los partidistas, pero no es suficiente. En tiempos en los que se han homologado las redes sociales a los libros y al conocimiento, y a los “influencers” a fuentes confiables de información, es nuestra obligación ser el contrapeso de la muchedumbre autoindulgente que, aficionada a la adhesión por odio y a las promesas vacías de los populistas, sigue votándoles sin entender el porqué. Estamos obligados a no darle concesiones a la demagogia, a movilizar la razón y los argumentos responsables y comprobados ,y, sobre todo, a elevar la calidad del debate, a devolverle el sentido y la dignidad a la política y a la democracia.
El autor es internacionalista.