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En defensa de la justicia social

El concepto de justicia social ha sido un elemento clave en la construcción de las sociedades contemporáneas, y su evolución se ha nutrido de diversas corrientes filosóficas, religiosas y políticas. Por otro lado, hay quienes que, de manera militante, lo denuncian como un artificio dañino para el progreso, argumentando que la intervención del Estado en la economía, en aras de mejorar la equidad social, atenta contra la libertad individual y la propiedad privada.

Por ello, es oportuno examinar el devenir del concepto y su implementación, sobre todo a partir de la transformación productiva introducida por la Revolución Industrial en el Siglo XIX, resaltando sus logros en la construcción del Estado moderno y el trasfondo de las críticas que despierta, resaltando los intereses económicos detrás de su rechazo.

Desde la antigüedad, la justicia social ha sido un ideal en la organización de las sociedades. Platón y Aristóteles la entendían como armonía social y equidad en la distribución de bienes. Durante la Edad Media, Santo Tomás de Aquino integró estos principios con la teología cristiana, enfatizando el bien común. La Ilustración aportó ideas sobre derechos naturales e igualdad política con pensadores como Locke, Rousseau y Kant.

Sin embargo, la versión moderna del concepto se gesta partir de los inicios de la Revolución Industrial en Europa en el Siglo XIX, cuando las condiciones de explotación extrema de la clase obrera eran deplorables: los bajos salarios, jornadas laborales superando las 12 horas diarias, el trabajo infantil sin restricciones, la carencia de seguridad social ni del derecho a huelga.

Millones de trabajadores y sus familias se batían en condiciones insalubres, con acceso limitado a educación y salud. Ante este escenario dantesco se despertó la denuncia y la demanda de reformas en defensa de los derechos laborales.

En los siglos XIX y XX, la justicia social se convirtió en un principio central en la lucha contra la explotación laboral. Por ejemplo, la Doctrina Social de la Iglesia, formulada primero por el Papa León XIII en Rerum Novarum en 1891, promovió la protección de los trabajadores y una distribución justa de la riqueza.

Con el tiempo, la lucha obrera y las reformas sociales trajeron avances significativos, como la reducción de la jornada laboral, la implementación de salarios mínimos y la creación de sistemas de protección social, al menos en las sociedades más industrializadas.

A lo largo del Siglo XX, la implementación de políticas redistributivas, como impuestos progresivos y programas de bienestar, ha reducido la desigualdad y fomentado la movilidad social, generando importantes avances en la calidad de vida de los trabajadores.

En el ámbito social, la vocación por una mayor justicia social ha promovido los derechos laborales básicos, la igualdad de género y la protección contra la explotación, así como el acceso a educación y salud pública. Además, ha sido clave en la defensa de grupos vulnerables como minorías étnicas, migrantes y personas con discapacidad.

Es un hecho innegable que la sociedad capitalista moderna, con todos los problemas que persisten en cuanto a las inequidades persistentes y los retos para la sostenibilidad ambiental, se ha estabilizado enormemente, sobre todo a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, con la implementación de enfoques orientados a mejorar la equidad y promover el acceso más igualitario a las oportunidades sociales y económicas.

Por otro lado, los libertarios critican la justicia social desde principios filosóficos y económicos que priorizan la libertad individual y la propiedad privada. Consideran que la redistribución de la riqueza es coercitiva y que el mercado libre es el mecanismo más eficiente para asignar recursos. Estas ideas provienen del liberalismo clásico y la Escuela Austriaca de Economía, con pensadores como Friedrich Hayek y Ludwig von Mises, quienes argumentaban que la planificación central y la redistribución limitan la libertad individual.

Con el auge del neoliberalismo en los años 70 y 80, las críticas libertarias cobraron fuerza. Líderes como Milton Friedman, Ronald Reagan y Margaret Thatcher promovieron políticas de desregulación y reducción del Estado de bienestar, de paso favoreciendo a las grandes corporaciones y élites económicas, que medraron enormemente con la reducción de regulaciones laborales y ambientales, así como de la privatización de servicios públicos.

La eliminación de la justicia social beneficiaría a sectores que prosperan en entornos de alta desigualdad y menor intervención estatal. Sin regulaciones, las empresas pueden reducir costos y aumentar sus márgenes de ganancia.

Además, la privatización de servicios esenciales como salud y educación genera oportunidades de negocio para corporaciones privadas, afectando el acceso equitativo a estos derechos básicos. Estos son las motivaciones profundas que animan los proyectos destructores del Estado tipo Javier Milei o de los ultra-billonarios como Elon Musk, quienes despliegan hoy con desparpajo sus “motosierras”, en defensa de los intereses económicos que, con el afán de eliminar las regulaciones y maximizar las ganancias, buscan llevarnos de nuevo al mundo deshumanizado del capitalismo salvaje de hace doscientos años,

En conclusión, la justicia social ha sido fundamental para mejorar las condiciones de vida de millones de personas y reducir las desigualdades. El debate sobre el papel del Estado en la sociedad es clave para garantizar un futuro más equitativo y sostenible. Como en su momento dijera Leonel Jospin, primer ministro de Francia a principios del Siglo XXI: “Sí a la economía de mercado, no a la sociedad de mercado”.

El autor es médico salubrista.


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