La institucionalidad parece pender de un hilo en Panamá desde hace 500 años. Los españoles, además de su fecunda cultura, nos legaron patrones de conducta censurables que echaron raíces hasta convertirse en poderosas estructuras que perviven hasta la actualidad.
Funcionarios acusados de contrabando, fraudes en las ferias y hasta curas dedicados al comercio, hablan de una sociedad que practicaba actos delictivos con impunidad y en la que prevalecía el doble discurso.
La corrupción se institucionalizó en América desde la llegada de los primeros conquistadores, cuando adoptaron el pernicioso lema: “La ley se acata, pero no se cumple”. Transgredían sin consecuencias, al tiempo que se perfiló con claridad un grupo social oportunista y pragmático, que anteponía sus intereses económicos al bien común y al rejuego de las ideas, tal como se puso de manifiesto el 28 de noviembre de 1821, en ocasión de la independencia de España, cuando el soborno jugó un papel protagónico.
Estos patrones de conducta se consolidaron bajo la égida de Colombia, al tiempo que se adquirieron otros vicios. Fraudes electorales, deslealtad y conductas antipatrióticas arraigaron en la sociedad panameña y vinieron a completar el pobre panorama ético y moral heredado de la colonia. Los años del gobierno federal, entre 1855 y 1885, nos brindan ejemplos.
Como si fuera poco, la fundación de la República en 1903 llegó empañada, una vez más, por el pago de sobornos. A ello se sumó el tratado HayBunau Varilla, que creaba a perpetuidad la Zona del Canal, y el artículo 136 de la Constitución de 1904, que autorizaba un protectorado. Estas circunstancias sembraron dudas sobre las figuras de los próceres y determinaron que en el imaginario colectivo se definiera un modelo de república que estaba al servicio de un canal extranjero.
En lo sucesivo, el Estado en manos de un pequeño grupo oligárquico ambivalente, dependiente, oportunista y desideologizado, salvo excepciones, condujo a un modelo de república de características mercenarias al servicio de intereses extranjeros a cambio de privilegios comerciales.
A finales de los años de 1920, la llegada de nuevas ideas (anarquistas, marxistas) dio lugar al surgimiento de agrupaciones sindicales, partidos políticos y sociedades nacionalistas que comenzaron a desmontar la idea de que el Estado nacional estaba al servicio del Canal a cambio de beneficios, para concebir un nuevo proyecto que anhelaba ejercer real soberanía sobre todo el territorio, así como definir una personalidad internacional propia.
Los fraudes electorales, falsos nacionalismos, enriquecimiento ilícito, sobornos, impunidad, abuso del poder, clientelismo, paternalismo, millonarios empréstitos extranjeros a cambio del pago de elevadas cantidades para los negociadores, bandas de agitadores financiadas por los partidos políticos, contrabando, tráfico de drogas, entre otros, se convirtieron en hábitos enquistados en la clase política aceptada por la sociedad.
Los fraudes electorales cesaron después de 1989. El respeto a la voluntad popular parece ser la única gran lección aprendida de la oscura etapa dictatorial. Desde 1903 hemos sido testigos, en numerosas ocasiones, del irrespeto al principio de la separación de los poderes del Estado, de una caricatura de la justicia cuando magistrados de la Corte Suprema avalaban golpes de Estado, asumían funciones que no eran de su competencia, se convertían en cómplices de los militares, eran acusados de recibir sobornos del crimen organizado a cambio de fallos absolutorios, al tiempo que defendían posiciones antinacionales. Igualmente, presidentes acusados de corrupción, extralimitación de funciones, fomento del clientelismo, nepotismo, propiciadores de la violencia. El cuerpo armado, llámese Policía Nacional, Guardia Nacional o Fuerzas de Defensa, parece sintetizar todos los delitos anteriormente enumerados.
Los autores son historiadores. Artículo publicado originalmente en ‘Raíces’; editado por Ricardo López Arias.
