Está de más decirlo, pero no es lo mismo escribir, publicar y vender libros. La ligereza con la que se tratan estos temas sigue alejándonos de la lectura y acercándonos a una escritura cada vez más deficitaria, amparada en las buenas intenciones, los sueños y la simplificación del oficio.
Hace unos días, un medio comunicaba que una autora había vendido todos sus libros en la Feria del Libro en tiempo récord, lo que fue aplaudido por otros autores como si vender un producto fuese algún tipo de resultado cultural. Escribir no es sinónimo de buena literatura (de ningún género), publicarla no la convierte en obra de arte, y venderla no es más que una transacción económica.
Una buena amiga comentaba que cuando le preguntan qué hay que hacer para escribir, contesta que leer, lo obvio, pero añadía que se podría contraatacar con otra pregunta: ¿cuántos libros tienes en casa? Pasada la Feria, no hay pregunta más pertinente que esa, pero somos más de “números” que de “letras”, y se cree que los muchos “me gusta” o la cifra de ejemplares vendidos son síntoma de buena salud literaria y no, no lo son, no lo han sido nunca.
Es una pregunta “rompesueños”, sí, sobre todo viendo como está el patio, pero hay que hacerla porque lo que nos jugamos es la comprensión de nuestra historia y circunstancia actual. Dando de mal leer y azuzando sueños de publicar, nos desviamos del bien mayor de la literatura: contar buenas historias que nos recuerden dónde estuvimos, donde estamos, y hacia donde debemos ir.
Estoy leyendo a muchos buenos escritores y son pocos al lado de las grandes cifras que se celebran en los medios. La cantidad es solo eso, cantidad de nombres, de ejemplares, de dólares. No hay nada más importante que la buena literatura, la que se practica en el silencio de la lectura, la que cuando aparece atrapa, la que se queda a pesar del mercado.
El autor es escritor