El decepcionante resultado de la votación que estaba pendiente desde hace varias semanas, para solamente decidir la fecha de la reunión de consulta de los ministros de Relaciones Exteriores de la Organización de los Estados Americanos (OEA), en la que se considerará la crisis que vive Venezuela, no presagia nada positivo. Según puede verificarse en la información publicada en el portal de la OEA, que han reproducido los medios informativos, 18 países votaron para que la reunión se celebre el miércoles 31 de mayo, hubo 1 voto en contra, 13 se abstuvieron y 2 no asistieron, entre estos Venezuela, que notificó formalmente su decisión de retirarse de la organización.
Lo primero que llama la atención es que hayan tenido que pasar semanas para que pudiera darse una reunión cuyo único propósito era fijar la fecha de la reunión de consulta. En segundo lugar, que para poder sumar esos 18 votos fuera necesario un forcejeo diplomático previo, a puertas cerradas, que retrasó durante hora y media que los embajadores ocuparan sus asientos alrededor de la mesa del Consejo Permanente.
La OEA reúne a 35 Estados y, aunque Cuba no participa, para superar la mitad más uno de los 34 activos es necesario contabilizar 18 votos. O sea, que por el margen de un voto la reunión estuvo a punto de fracasar.
El tercer aspecto, y más grave aún, es que desde que se acordó convocar a la reunión de consulta, la crisis venezolana se ha agudizado hasta alcanzar proporciones de una gran tragedia humana, que desgraciadamente no parece conmover a 15 de sus Estados miembros, que pacientemente no alterarán la práctica tradicional de reunirse los días miércoles (el 31 de mayo corresponde a ese día de la semana).
Precisamente, por las gravísimas dimensiones a las que ha escalado el drama venezolano, es una cruel paradoja que solo 18 Estados hayan votado por reunirse el 31 de mayo, cuando en el tiempo que transcurra hasta la fecha del encuentro aumentará el saldo de los muertos y heridos que está dispuesto a seguir sumando el régimen de Maduro, en su inhumano empeño de perpetuarse en el poder.
Con esos referentes por delante, ¿qué puede esperarse de la cita del 31 de mayo? Objetivamente, muy poco o casi nada. Lo único que en este momento pudiera hacer la OEA, que le devuelva algo del protagonismo del que hace mucho tiempo desertó, sería la aprobación de una condena categórica del gobierno genocida de Maduro, señalándole como transgresor de los principios democráticos, violador de los derechos humanos de su pueblo, y exigiéndole que, de inmediato, convoque a las elecciones que serían la única salida razonable y civilizada, con garantías reales para que la oposición pueda participar en ellas bajo reglas de equidad y transparencia, y que sean supervisadas por una misión internacional de observación. Pero esa posibilidad es inexistente. La situación de Venezuela no aguanta más dilaciones, pronunciamientos genuflexos ni discursos gastados, y si los cancilleres del continente no están dispuestos a actuar en consecuencia, la cita del 31 de mayo carece absolutamente de sentido.
De la OEA, que es, ni más ni menos, el reflejo de la voluntad de sus Estados miembros, hace mucho tiempo que no cabe esperar ninguna postura vertical y mucho menos radical. Desde que en ella, por el acuerdo timorato de sus integrantes, impera la regla del consenso, el denominador de sus decisiones frente a las crisis que se han sucedido en nuestro continente, progresivamente se ha arrastrado hacia la inocuidad. Y que ese curso decadente se interrumpa no es parte de su horizonte.
Nuestro país es testimonio histórico de esa inoperancia. La vivimos en toda su decadente fisonomía durante las postrimerías de la dictadura militar. Al igual que entonces, la OEA volverá a demostrar que ya es hora de haga un autoexamen para revisar hasta el sentido mismo de la continuidad de su existencia.