Han transcurrido varios años desde que el cardenal Oscar Rodríguez Madariaga dictó una conferencia en Panamá sobre ética y política. No me parecen inoportunos algunos comentarios. Aludió a la corrupción y al estado de injusticia y desigualdad social derivado de la unificación de los mercados y de la globalización impuesta por los Estados que la controlan. Denunció a los propulsores de un capitalismo salvaje condenado históricamente y peligroso para la democracia panameña. El Estado, dijo, corre el peligro de convertirse en un aparato de seguridad a favor de las empresas gigantes.
La regeneración debe proceder reconciliando la práctica democrática con valores morales auténticos expresados en la doctrina social de la Iglesia y en los Evangelios. En general, concuerdo con el análisis y en parte del diagnóstico; no en el cimiento ideológico del remedio. Mantengo una discrepancia y tropiezo con una incongruencia. La primera alude al llamado a practicar la ética católica como medio idóneo para reconstruir la política y la segunda a la exhortación a practicar la ética kantiana.
En cuanto a la discrepancia, sostengo que postular el origen divino de una ética que interpreta válidamente solo la Iglesia, implica reclamar una posición privilegiada desde la cual esa organización ha de prescribir cómo debemos ceñir la conducta a los mandamientos que Dios ha puesto al alcance de la razón. La ética católica está fundada, en parte, en una concepción anacrónica de la teoría de la Ley Natural, que incluye principios teológicos incompatibles con el concepto de autonomía moral. Supone un método de autoridad en la adquisición de las creencias, desaconsejable para la política por su inestabilidad inherente, ya que implica aceptar principios y valores que otras personas podrían y de hecho rechazan.
Parece necesario, en cambio, recurrir a un método más universal; que no dependa de principios a priori ni de la autoridad de una organización religiosa. El reconocimiento de los derechos humanos, por ejemplo, se funda no en la doctrina católica, protestante o musulmana con sus distinciones, sino en un hecho más básico: la condición de seres humanos racionales. Y esto basta. Lo que precede no significa que las iglesias no puedan participar constructivamente en la política. No se puede negar el valor e importancia de las iglesias en las tareas de regeneración moral y política. Pero es preciso delimitar su ámbito con elementos comunes, no con prescripciones originadas en el dogma de que la dignidad humana se deriva de que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios; una especie de insolencia metafísica.
Me refiero ahora a la incongruencia del llamado a practicar la moralidad kantiana. El elemento de la ética de Immanuel Kant a que se refiere el cardenal Rodríguez es su carácter deontológico, la moralidad fundada en el acatamiento del deber. Según ella, ciertos actos, como decir la verdad o mantener una promesa, son intrínsecamente correctos y buenos. Deben practicarse sin atender a sus consecuencias. Se trata del imperativo categórico, un mandato universalizable de aquello que debemos hacer al margen de circunstancias empíricas, pues lleva consigo siempre un valor intrínseco superior, válido en cualquier tiempo y lugar.
Pero el cardenal Rodríguez omitió aludir al componente central de la ética kantiana: la autonomía. Al aceptar el imperativo categórico somos, dice Kant, doblemente autónomos: primero porque determinamos nuestros actos libremente y segundo porque aceptamos un principio cuyo contenido ha sido determinado exclusivamente por nuestra razón. Somos legisladores de la Ley Moral y no debemos permitir que un libro piense por nosotros, o que un tutor reemplace nuestra conciencia moral.
Este concepto nada tiene que ver con la moralidad católica, que fundada en la obediencia, parece sugerir cierto grado de desigualdad en la capacidad moral de las personas porque exige la aceptación incondicional de la moral que ordena. Todos conocemos los conflictos que esa concepción autoritaria ha producido, que por lo demás, ha sido desafiada con mucha fuerza desde el siglo XVII. Una sugerencia de Kant al gobernante: es necesario impulsar en el ciudadano el ejercicio de pensar y decidir por sí mismo. Y debe hacerlo promoviendo la discusión libre. No debe dejar la tarea al pastor colocado en una posición privilegiada y sectaria. Otro aspecto de la ética kantiana que el cardenal Rodríguez M. dejó a un lado. El lector interesado puede consultar de Kant: Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Cap. 2); Crítica de la razón práctica (I,1, sección 8); La paz perpetua y ¿Qué es la ilustración?
El autor es abogado y doctor en filosofía.