La humanidad progresa en la medida en que el individuo es más individuo, es decir, en la medida en que la libertad inherente a la condición humana se pueda desplegar más libremente y retrocede en la medida en que el poder oprime y aplasta al individuo. La ley tiene como propósito constitucional servir al bien público, sin menoscabar los derechos y garantías consagrados en la Carta Magna.
En el proyecto de ley de extinción de dominio, presentado por el Ejecutivo a la Asamblea Nacional (AN), tenemos que se trata de un proyecto que hace añicos las garantías fundamentales; el derecho de propiedad, el debido proceso y la presunción de inocencia, constituyéndose en un foco de graves perturbaciones para la vida nacional. La Constitución establece “que le es prohibido a la Asamblea Nacional: 1. Expedir leyes que contraríen la letra o el espíritu de esta Constitución...” Las leyes que expida el Poder Legislativo no podrán ser contrarias a los derechos fundamentales consagrados en las convenciones internacionales de derechos humanos. En América Latina, se escuchó hablar por primera vez del concepto de extinción de dominio en los años 1990, en las tierras del autor de Cien años de soledad. Esta serpiente jurídica se agitaba en Bogotá, estremecida por los carteles de las drogas y la violenta lucha de grupos armados irregulares y prometía lanzar fuegos purificadores para acabar “los músculos de las organizaciones criminales”. Han transcurrido tres décadas y la ley de extinción de dominio, que se encuentran en la Ley 1708 de 2014, conocida como Código de Extinción de Dominio, ha sido un fracaso. El narcotráfico se ha incrementado y la violencia continúa desangrando a nuestros vecinos. En esa lista se han agregado países de la región: “El Salvador, Guatemala, Honduras, Ecuador, Perú, Argentina, México, Bolivia, Colombia y recientemente República Dominicana”, con desafortunados resultados. La iniciativa llegó a la AN de la mano de un ministro, cuya estrategia de seguridad pública ha sido un fracaso.
El proyecto de ley de extinción de dominio dice ser “una consecuencia jurídica patrimonial de las actividades ilícitas consistente en la pérdida a favor del Estado de cualquier derecho sobre los bienes de origen o destinación ilícito... declarada por sentencia de autoridad judicial sin contraprestación, ni compensación de naturaleza alguna para su titular o cualquier otra persona que lo detente o se comporte como tal”. La propuesta legislativa establece, en cuanto a los efectos en el tiempo, que “la extinción de dominio se declarará, cualquiera que sea la época de la adquisición o destinación ilícita de los bienes, productos, instrumentos”.
Dentro de este contexto arbitrario de la seguridad jurídica, el proyecto dice que: “No podrá invocarse que existe derecho patrimonial adquirido o situación jurídica consolidada si provienen de una actividad ilícita o criminal. En estos casos la acción será imprescriptible”. Los bienes, valores, dineros, instrumentos, recursos y similares estarán bajo el fuego de la espada de Damocles hasta el fin de sus vidas. Esto es irrebatiblemente cierto porque el proyecto preceptúa que la extinción de dominio procederá sobre: “1. Bienes originados en actividades ilícitas; 2. Bienes que sean medios o instrumentos de actividades ilícitas; entre otros”. El proyecto, en su larga lista de bienes sospechosos, abarca todos los bienes, valores y dineros, de todos. Lo más insólito, “la muerte” no detiene el proceso de extinción de dominio: “procederá también sobre los bienes que forman parte de la masa hereditaria o bienes adjudicados en virtud de procesos sucesorios”. El proyecto alimenta la glotonería del aparato burocrático.
Crea la Dirección de Administración de Bienes Aprehendidos y Extinción de Dominio (DABA), adscrita al Ministerio de Economía y Finanzas. La DABA “registrará, administrará, supervisará, conservará, custodiará, asignará en uso y custodia, donará y en general dispondrá de los bienes que sean puestos a su disposición”. Aún recordamos los festines de funcionarios con los bienes aprehendidos: un fiscal de drogas destituido se apropió de un televisor de pantalla plana, el cual exhibía en la sala de su casa, y de un ordenador que se llevó para su oficina. Recordamos que funcionarios del MP hicieron fiestas desenfrenadas en la casa de una persona imputada por un delito que luego fue absuelta. Se crean fiscalías especializadas en delitos de extinción y juzgados y tribunales superiores de apelaciones, a sabiendas de que no existen esos especialistas. Esta hipertrofia burocrática del Estado significa un gasto de más de $60 millones.
En cuantos a los recursos, el proyecto se divorcia del derecho a la defensa al no contemplar la casación. La casación es el remedio para solventar el agravio al interviniente y homogenizar la jurisprudencia. En materia de pruebas, revive un muerto del sistema inquisitivo, da vida a un fantasma: prueba de oficio.
La pretendida excerta legal le permite al juez dictar pruebas de oficio, al establecer que podrá ordenar “la que considere pertinente”. Estas facultades en el Ancien Régime introdujeron un chocante desequilibrio procesal en perjuicio de la defensa. Muchas cosas negativas del proyecto pueden emborronar estas reflexiones. La más grave es que, sin sentencia penal condenatoria, lo pueden despojar de sus bienes. ¿En qué Estado democrático se puede preceptuar esto: “Toda actividad tipificada como delictiva, a criterio del juez de extinción de dominio, aun cuando no se hayan dictado sentencia condenatoria en firme en la jurisdicción penal”?
El autor es presidente de la Comisión de Derechos Humanos del CNA.