Todo este desfogue anárquico que parece estar viviendo el mundo, se debe a la forma en que hemos conceptualizado e impuesto el orden social (no pocas veces tiránicamente). Lo cual no quiere decir que el orden y la estructuración social sean malos. Toda forma de orden, buena o mala, en esencia busca la mejor manera de sobrevivir al medio que nos rodea, aun muy hostil. La existencia humana es tan efímera en comparación a “la creación”, que constantemente necesita “algo” a lo que aferrarse. Por eso desarrollamos muchos apegos a lo largo de la vida (al trabajo, al dinero, personas, vicios, etc.) El “orden” facilita nuestra necesidad de ejercer control sobre todo lo que nos rodea, y reduce el miedo a la vida misma (considerando su naturaleza inherentemente caótica). El orden, el control y sus apegos dan consistencia a nuestra vida, ayudándonos a sentirnos seres concretos, que valen por el solo hecho de “ser” o de existir.
Sin embargo, hemos desestimado el otro lado de la balanza: cuando falla el orden. Y hasta lo hemos conceptualizado de manera peyorativa como “error”. Nuestra sociedad, por su apego al “orden”, ha satanizado al “error”, limitando profundamente nuestra evolución como especie. Dado que ninguna forma de orden es infalible ni sostenible en el tiempo (peor aún, siendo más impuesto que retroalimentado) los “errores” pueden considerarse fallos dentro del orden preestablecido. En sistemas, los analistas llamamos “excepciones” a los errores, y estamos obligados a lidiar con ellos eficientemente, no porque sean malos en sí mismos, sino porque no se subscriben al orden programado inicialmente. En sí, los errores son vistazos hacia otras formas de órdenes (diferentes al preconcebido). Al rechazar un error sin intentar asimilarlo, estamos negando la posibilidad de “hacerlo mejor” la próxima vez, circunscribiéndonos a una sola forma de hacer cada cosa (muchas veces mala).
Debemos aprender a lidiar mejor con los errores (o retos) que nos ocurren. Es decir, una vez presentado el error, no se trata de avergonzarse y salir huyendo. A veces no solo se tratará de superar nuestras circunstancias a rajatabla, sino de superarlas adaptándose a ellas. Luego, nuestro futuro dependerá de qué tanto las conozcamos, para entonces intentar cambiarlas, sin terminar identificándonos con ellas (conformismo). El panameño especialmente conformista (¿o derrotista?) vive esperando corregir mágicamente sus errores cada cinco años, firmando un cheque en blanco escondiéndose tras una urna. No entendemos la importancia de reconocer, manejar y superar una mala circunstancia, pero somos los primeros en repudiarla (y peor aún, repudiarnos) una vez dada. Confundir sometimiento o conformismo con adaptación es involutivo.
Los errores siembran la diversidad en la vida porque nos obligan a hacer “cosas” nuevas modelando “cosas” viejas. El mismo concepto es aplicable a nuestra propia naturaleza. Me refiero a ciertas mutaciones genéticas que se producen en las especies para su adaptación a factores exógenos (del ambiente). Claro que uno se pone a la defensiva cuando escucha o lee el término “mutación”, porque también lo vemos como un proceso de error (no como algo adaptativo). Pero así, entre adaptación y adaptaciones de los seres al medio que les rodea, va surgiendo la diversidad biológica.
En consecuencia, la diversidad constituye en sí misma la ley más importante de la existencia evolutiva. Sin embargo, cuando hablamos de ella (en términos humanos) no podemos obviar el concepto de “libre albedrío”. Entiéndase, nuestra capacidad de “recrearnos” (para bien o para mal) variando voluntaria y conscientemente el orden preconcebido. Me refiero a la ley que hasta el mismo Dios respeta, dado que, en función de la diversidad, el libre albedrío constituye la base de la existencia racional. Porque si el mismo Dios no respetara la diversidad de acción (pensamiento, palabra u omisión) terminaría destruyendo a su propia creación.
El autor es ingeniero en sistemas