Se define como figuras públicas a “aquellas personas que se involucran por voluntad propia en actividades públicas”, como son las celebridades artísticas y deportivas, los dirigentes empresariales y los políticos. En tal virtud, esas figuras están sujetas al escrutinio público y a las críticas, buenas o malas, por su desempeño no solo en sus actividades públicas sino en las privadas.
En ese proceso, las figuras públicas, son más vulnerables que las privadas a opiniones públicas sobre su desempeño, a la difamación, el perjurio y hasta al cuestionamiento público. En caso de difamación, a diferencia de la figura privada que al entablar una demanda legal solo tiene que probar que el autor de la publicación actuó de forma negligente, la figura pública debe probar que actuó con real malicia (deliberadamente).
A diferencia de la figura privada, en el caso de la pública, el peso de la prueba recae sobre el denunciante. No se trata de un privilegio; es la necesidad de proteger los intereses de la sociedad. Al respecto, el Comité Interamericano de Derechos Humanos (CIDH) subraya que, “el derecho a la libertad de expresión e información es uno de los principales mecanismos que tiene la sociedad para ejercer un control democrático sobre las personas que tienen a su cargo asuntos de interés público”.
Aunque hoy día es de general aceptación, el origen de la doctrina de la real malicia en el continente se remonta a 1964, cuando la Corte Suprema de Estados Unidos la aplicó por primera vez al favorecer a The New York Times en demanda interpuesta por el entonces comisionado de Alabama L.B. Sullivan. Este se consideró ofendido por un anuncio en el Times en que solicitaban donaciones para defender a Martin Luther King por cargos de perjurio. En Hispanoamérica, Argentina fue el primer país en aplicarlo en el fallo del caso Jorge Antonio Vago v. Ediciones de La Urraca S.A. y otros, el 19 de noviembre de 1991.
En Panamá, la doctrina de la real malicia se ha venido aplicando con creciente frecuencia. El más reciente fue el fallo del Primer Tribunal Superior del Primer Distrito Judicial en el caso de la ex directora de la Autoridad del Canal de Panamá (ACP), Lourdes Castillo, contra La Prensa, Mi Diario y Medcom, por hacerse eco de noticia emanada del sistema penal que la mencionaba. Al ratificar fallo absolutorio del Juzgado Décimo Sexto de Circuito de lo Civil, el Primer Tribunal Superior invocó la doctrina de la real malicia.
La responsabilidad de los medios de comunicación de proteger los intereses de la sociedad y, en el proceso, develar actos de corrupción y/o de manejo irresponsable de los recursos públicos, ha adquirido mayor fuerza con el desarrollo del periodismo de investigación. Bien utilizada, esta herramienta periodística se nutre frecuentemente de información proporcionada por fuentes cercanas a los círculos de poder, pero conscientes del daño que la corrupción hace al país.
Para proteger la estabilidad en sus cargos o su tranquilidad laboral, esas fuentes ciudadanas suelen protegerse bajo el anonimato. En cumplimiento de la ética, el periodista responsable brinda al funcionario objeto de la acusación la oportunidad de dar su versión. Y al hacerlo, evita caer en el vicio de la “real malicia”. Los medios suelen consultar a los funcionarios, pero en muchos casos estos piensan que evitando responder, impedirán la publicación del supuesto entuerto.
Pretendiendo protegerse de esta prensa responsable, algunas figuras públicas mencionadas en actos de corrupción apelan a la intimidación, las campañas sucias o al mal uso de las agencias de investigación fiscal o aduanera, como armas para disuadirla. Ocurrió con mucha frecuencia bajo el gobierno de Ricardo Martinelli (2009-2014) y disminuyó bajo el de Juan C. Varela. Pero ha vuelto a tomar fuerza bajo el actual gobierno, como lo es la reciente denuncia contra el vicepresidente de la República y un socio de su bufete legal. Lejos de lograr su objetivo, quienes apelan al recurso de la intimidación son el peor enemigo de su causa.
El autor es periodista.