Vivimos tiempos desconcertantes y paradójicos. Mientras el 19% de los menores de cinco años padece de desnutrición crónica, la cifra de adultos obesos aumenta en Panamá. Son datos reveladores que asustan.
Igualmente paradójico resulta que en tiempos en que la información está al alcance de una tecla, haya tanto desconocimiento entre nuestros jóvenes sobre cómo funciona su cuerpo, así como los peligros que enfrentan en esta sociedad violenta en la que viven.
La crisis en las familias, la falta de una red de protección social, el fanatismo que impone patrones patriarcales y la ausencia de información sobre salud sexual y reproductiva en el sistema de educación pública, han ido provocando escandalosas cifras de embarazos y enfermedades de transmisión sexual entre nuestros chicos socialmente más vulnerables.
Resulta tristemente paradójico también escuchar a los representantes de las organizaciones que dicen luchar por la familia con la Biblia en la mano, oponerse a que se imparta educación sexual porque no les gusta la igualdad de género, concepto reconvertido a “ideología de género”, ese sambenito con el que logran asustar mintiendo.
Esos nuevos cruzados han decidido que la Organización de Naciones Unidas es el enemigo a batir. Por ello, lanzan airados y demenciales ataques a una organización que nació justamente para evitar que locuras colectivas como las que vivimos hoy con el crecimiento del fundamentalismo religioso, provoque horrores similares a los que llevaron al suicidio de la razón y a la Segunda Guerra Mundial.
Resulta especialmente vergonzosa esta actuación, teniendo en cuenta la destacada participación que tuvo Panamá con la presencia del jurista Ricardo J. Alfaro en la creación de la Organización de las Naciones Unidas, quien no solo estuvo en aquella primera conferencia en San Francisco en 1945 en la que se aprobó la Carta constitutiva, sino que también integró la comisión presidida por Eleonor Roosevelt que redactó la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948.
Ese fundamental documento con el que la humanidad intentaba conjurar los horrores ocurridos durante los años de locura fascista, poniendo como cetro al ser humano y la protección de sus derechos.
Sorprende y repugna que un exfuncionario que tuvo en la defensa de los derechos humanos la razón de ser de su cargo, justifique con impostada erudición el rechazo a los derechos de una minoría y al sistema regional que lo sustenta.
En el centro de todos estos absurdos, por supuesto, está el asunto de la separación del Estado y la Iglesia, esa añeja batalla por el control de las almas que ha ido perdiendo Roma por estos lares, mientras crece el poder de los evangélicos con su exitosa fórmula que promete prosperidad, siempre y cuando se pase por caja.
Y por supuesto, el instrumento eficaz para sumar adeptos es el miedo. El miedo a las llamas del infierno; el miedo a la pobreza por no pagar el diezmo; el miedo a perder la comunidad creada en torno al pastor; el miedo al otro, al diferente; el miedo a la libertad del otro.
Y ya sabemos lo que le sucedió a Adán y Eva, por culpa de Eva por supuesto, por comer la fruta del árbol del conocimiento. Perder el paraíso es un precio muy alto
Por miedo y gracias al miedo, miles de hombres y especialmente mujeres fueron llevadas a la hoguera en los días de la Inquisición.
Por miedo, prejuicios e ignorancia, los seres humanos hemos discriminado, maltratado, torturado, matado. En realidad, no hay nada nuevo en esta cruzada contra la información, la ciencia y la igualdad que dirigen los grupos evangélicos junto a lo más granado de la ortodoxia católica y cantalantes varios.
No hay nada nuevo en este miedo a que los homosexuales ejerzan los mismos derechos que el resto. Les pasó a los negros, a los indígenas, a las mujeres, a las personas con enfermedades mentales, a los libres pensadores y a muchos otros.
Como la maravillosa película de Guillermo del Toro estos días en cartelera, la forma del miedo en este Panamá de la segunda década del siglo XXI se evidencia en un odio irracional hacia todo lo que es diferente, a todo lo que no encaja en las creencias de un grupo que pretende llevar a este país a una guerra santa, para imponer su particular visión de la vida.
Está ocurriendo en toda la región; es la nueva forma del miedo.
El autor es periodista, abogada y presidenta del capítulo panameño de TI