No soy padre de familia ni experto en delitos de trata de personas, pero tengo familiares y amigos con hijos menores de edad. Como ciudadano que ha analizado e investigado el tema, me preocupa que la desaparición de niños y adolescentes en Panamá siga siendo una tragedia silenciosa que sacude a familias y comunidades enteras. En lo que va de 2025, ya se han reportado múltiples casos de menores ausentes, muchos de los cuales aún no han sido localizados. Frente a este panorama, me pregunto: ¿está funcionando la Alerta Amber como herramienta efectiva de respuesta?
El Sistema de Alerta Amber fue aprobado en 2020 con la promesa de convertirse en un mecanismo ágil para la búsqueda y recuperación de menores desaparecidos. Inspirado en modelos internacionales, su objetivo es generar una respuesta rápida y coordinada entre autoridades, medios de comunicación y sociedad civil. Sin embargo, cinco años después, los resultados siguen siendo, a mi parecer, ambiguos.
Por un lado, es innegable que contar con un protocolo como la Alerta Amber representa un avance en materia de protección infantil. Antes de su implementación, la búsqueda de niños desaparecidos era, en muchos casos, lenta, desorganizada y dependía más de la presión mediática que de una respuesta institucional. Ahora, al menos en teoría, existe un procedimiento claro que se activa con rapidez y permite difundir la alerta a través de canales oficiales y redes sociales.
No obstante, la práctica muestra una realidad menos alentadora. La activación de la Alerta Amber sigue siendo inconsistente. En muchas ocasiones, las autoridades tardan horas —o incluso días— en ponerla en marcha, lo que disminuye su efectividad, especialmente si se considera que las primeras 24 horas tras la desaparición de un menor son cruciales. A esto se suma la falta de coordinación entre instituciones y la escasa participación del sector privado —empresas de transporte, telecomunicaciones y plataformas digitales— que deberían ser aliados clave en la difusión.
En este sentido, la Alerta Amber no puede verse como una solución definitiva. Es apenas una herramienta, y como tal, necesita formar parte de una estrategia más amplia, que incluya educación preventiva, protocolos de acción en fronteras, inversión en tecnología y, sobre todo, mayor voluntad política. También es fundamental capacitar a las autoridades locales en su uso y garantizar que la ciudadanía esté informada sobre cómo colaborar.
La desaparición de niños no puede seguir siendo una estadística más. Cada caso representa una vida rota, una familia desgarrada y una sociedad que falla en su deber de proteger a los más vulnerables. Si realmente se quiere enfrentar este flagelo, se necesita mucho más que activar una alerta: se requiere el compromiso de construir un entorno en el que ningún niño desaparezca sin dejar rastro.
El autor es abogado.

