Desde el día uno, cuando comenzamos a percibir que algo no anda bien y que estamos próximos a recibir un diagnóstico de autismo, nuestra mente empieza a pensar y temer lo que está por venir. Comienzan a surgir frustraciones y cuestionamientos: ¿qué pasará con nuestros planes, nuestra vida, cómo afectará eso nuestra convivencia?
Miramos al cielo y nos preguntamos quién nos ayudará, de dónde sacaremos fuerzas para lo que se avecina. A veces preferimos mirar para otro lado, pensar que son ideas nuestras, dándole al tiempo y al destino la oportunidad de arrepentirse de habernos asignado esa misión de vida. Hay tanto temor en nuestro corazón, sentimos cómo nuestros sueños tiemblan, cómo lo que ya hemos construido empieza a rajarse, cómo simplemente nos rompemos por dentro de una forma que solo quien haya pasado por este momento lo entenderá.
Comenzamos a vivir una vida paralela donde, por una parte, nuestro mundo se detiene y, por otra, sigue girando de la misma forma. Tenemos que despertar cada día y hacer lo que se espera que hagamos, cuando nuestro cuerpo simplemente quisiera quedar tendido, esperando que todo sea una pesadilla.
Después de un diagnóstico, nuestro concepto de éxito y fracaso cambia radicalmente y emprendemos un nuevo proyecto de vida. Sumamos y restamos, intentamos esconder esta realidad en el trabajo, pero a pesar de contar con 144 horas semanales, son las mismas 144 horas con las que nos despiden.
Rogamos por espacios educativos, pero aquellos con características y herramientas actualizadas no son accesibles a nuestro bolsillo y los estatales no siempre se ajustan a nuestra realidad dentro de un contexto integral. Las aseguradoras, vestidas de azul en redes sociales, nos niegan el acceso con el argumento de que nuestros hijos son una población de riesgo, mientras personas sin ninguna condición pueden caer en una realidad médica y seguir siendo consideradas “normales” y asegurables.
Muchos aspectos inundan nuestras vidas después de recibir un diagnóstico. Salimos del consultorio con una “lista de supermercado” de terapias e intervenciones que requiere nuestro niño para salir adelante. Esa lista que para el profesional es cotidiana, normal y escrita como un plano de caligrafía, para nosotros es el dolor más grande: más allá de lo médico, es la impotencia de saber que, con nuestros recursos, no lograremos llenar ese vacío que podría marcar la diferencia en nuestros hijos.
Aun así, cuando miramos a nuestros hijos en la actualidad, volvemos la mirada a lo que fuimos en ese “momento cero” de nuestras vidas y visualizamos con satisfacción lo que hemos logrado. Nos hemos convertido en psicólogas, maestras, tutoras, abogadas, chefs, terapeutas, ingenieras en sistemas, constructoras de materiales de apoyo, expertas en Montessori y otras técnicas, choferes, asesoras de padres; ya interactuamos con otros profesionales. En fin, hemos adquirido tanto conocimiento, destreza y aptitudes, que ya es hora de decir ¡gracias a mí!
¡Gracias a mí! que no abandoné el barco en manos de otras personas. ¡Gracias a mí! que, a pesar de llorar cada noche, me levanté con la fe y el ánimo de salir adelante. ¡Gracias a mí! que las predicciones negativas no me detuvieron y seguí apostando por mi campeón. ¡Gracias a mí! que, a pesar de que las amistades se alejaron, cultivé nuevas batallas tan fuertes como yo. ¡Gracias a mí! que no dudé de mi fe y me fortalecí en mis creencias y religión. ¡Gracias a mí! que pude luchar por los derechos de mi hijo. ¡Gracias a mí! que me preparé empíricamente en educación y aporté en casa horas adicionales de terapia. ¡Gracias a mí! que, a pesar de que por estar en un colegio privado mi hijo no tiene acceso a algunos servicios estatales, pude trabajar más en intervenciones privadas o con fundaciones. ¡Gracias a mí! que eduqué a mi familia para integrar a mi hijo. ¡Gracias a mí! que eduqué a mi comunidad para respetar a mi hijo.
Simplemente, ¡gracias a mí!
La autora es ingeniera y madre de un joven TEA.