Tal como dije en mi libro titulado 500 años de la cuenca del Pacífico, publicado el año pasado, China fue el Estado más desarrollado en el siglo XV, con más de 100 millones de habitantes, con una casta de eruditos que tenía milenios de experiencia, con la mayor economía del planeta y la mejor flota que recorría el océano Índico (barcos mucho más grandes que las carabelas de Colón). En esos tiempos sus élites decidieron encerrarse y replegarse al interior de sus fronteras porque estimaban que el exterior era bárbaro e inferior. Mientras, Europa, ocupada por Estados nacionales en formación y multitud de principados, descubrió el capitalismo, la ciencia experimental y la competencia para llegar a la Ilustración en el siglo XVIII y la Revolución Industrial en el XIX.
Se desarrolló muy rápido mientras China se estancó en su espléndido aislamiento. Europa se expandió en el resto del mundo, llegó a dominar los mares y, finalmente, en el siglo XIX, a China. En el siglo XX, el marxismo, inventado en Europa, invadió China y ocupó las mentes de parte de sus élites que triunfaron, alargando el estancamiento y la miseria con su final trágico, la revolución cultural de Mao (1966-1976), que persiguió a la gente más educada y hasta la exterminó. Finalmente, desde finales de la década de 1970 China, después de haber perdido más de 50 millones de habitantes en el siglo XX por guerras y revoluciones, comenzó a levantarse, adoptó el capitalismo a ultranza para enriquecerse rápidamente y crear una inmensa clase media consumista y urbana, copió el desarrollo tecnológico de Occidente y salió a los mares nuevamente.
Regresó a sus orígenes con una voluntad formidable de recuperar el tiempo perdido, en este caso siglos. A un siglo de distancia operó la revolución Meiji, que modernizó al Japón a finales del siglo XIX y lo convirtió en potencia en el XX. El principal rival geopolítico de China es la potencia americana que domina los mares y es aún la primera economía del mundo. Sin embargo, esta superpotencia desde hace dos años parece regresar a la mentalidad que dominó China en el siglo XV, a encerrarse y de tal forma a abandonar el predominio de su presencia internacional. El resultado es que el vacío que deja Estados Unidos en el Pacífico lo va llenando China rápidamente. Estados Unidos toma dos decisiones que lo facilitan: se distancia de sus aliados estratégicos en la región reunidos en la Asean y abandona el Tratado Transpacífico de Libre Comercio que debía cercar a China.
Esta potencia se convierte enseguida en el líder de dicho Tratado y los aliados de Estados Unidos en la región se acercan más a Pekín. Pero el abandono de la presencia internacional de Estados Unidos también se produce en el continente americano con la actitud racista y xenofóbica de su gobierno que termina en conflicto hasta comercial con México y Canadá y trae resentimientos en Centroamérica, región de emigración al norte. Panamá aprovecha esta debilidad de Estados Unidos en la cuenca del Pacífico (y en otras partes del mundo como los aliados de Europa que desprecia y el Medio Oriente entregado a Rusia) para establecer necesarias relaciones diplomáticas con la República Popular China. Panamá, armado de su experiencia histórica con la potencia americana, tiene ahora que asegurar una relación de respeto y mutuo beneficio con las potencias antiguas y emergentes. Para ello debe fortalecer sus relaciones con sus vecinos, integrar plenamente la APEC de 1986 y la Alianza del Pacífico de 2011 y tener una política exterior más coherente, inteligente y prudente.
Necesitamos verdaderos estadistas al frente del Gobierno, personas con sentido del Estado nacional en vez de los que creen que el país es una hacienda personal de la que disfrutan cada cinco años porque compran los votos de un pueblo manipulable gracias al clientelismo. Tiene que explotar plenamente su activo más preciado, su posición geográfica y comunicar por tierra ambas Américas, así como por mar une, con tanto provecho, los continentes distantes.
Panamá tiene que reinventarse y modernizarse realmente ahora que es dueña única del Canal y dejar los lastres de las supersticiones y los miedos irracionales, en parte importados del norte. Tiene que erradicar totalmente la corrupción pública, crear un verdadero Estado de derecho gobernado por una administración pública profesional y apolítica, dominada por la meritocracia, e invertir todo lo que pueda en educación de calidad auténtica y no de apariencia. Tiene que realizar una revolución pacífica en muy poco tiempo. Es la única forma de evitar caer en las manos coloniales, aunque más sutiles, de la nueva potencia del Pacífico. Tiene que conocer mejor la historia de la cuenca oceánica e inspirarse en el modelo de desarrollo que es Singapur, la otra puerta del Pacífico, lugar que era peor que Panamá hace 70 años. Ser o no ser es el predicamento radical, y de nuestra respuesta dependen nuestra prosperidad y libertad en el siglo XXI.
El autor es geógrafo, historiador y diplomático