A mí no me preocupan las palabras de Gustavo Petro, porque mi patria panameña vale mucho más que la locuacidad de transmitir que Colombia nos perdió. Si para los colombianos fue así, a mucha honra, porque en tal caso, éramos lo mejor que tenían y hoy hemos crecido más que sus regiones similares a nivel individual. Somos apenas 4.2 millones de habitantes, poco más que un barrio de Bogotá, pero todavía el señor Petro se lamenta y nos extraña. Y esa “pérdida” que tuvieron no quita el mérito de nuestros movimientos de emancipación de 1821 y de 1903, ni las efímeras separaciones de nuestra madrastra a lo largo del enturbiado siglo XIX colombiano. Tampoco debilita el crecimiento y fortalecimiento de la nación panameña durante ese extenso y complejo proceso de gestación nacionalista, sobre todo cuando fuimos parte de Colombia (porque nos unimos y no porque le pertenecíamos), heredando sus confrontaciones, guerras civiles, revoluciones y golpes de Estado.
Éramos el departamento que más dinero aportaba al centralismo, pero nunca fuimos retribuidos. Los colombianos, con el respeto que les tengo, porque de su costa caribeña viene una línea de mis antepasados, parece que todavía nos envidian a través de las palabras de su presidente (lo cual no debe ser), cuando notamos que nosotros vamos allá a divertirnos y ellos vienen acá a buscar trabajo. Y esto no lo digo de manera burlesca, irónica o mordaz. Lo expreso para recordar que esta pequeña franja ístmica, ante la lealtad perenne al Libertador y la necesidad de ajustarse al supuesto bien mayor representado por la futura potencia colombiana, luego de la caída del imperio español, le entregó todo a su madrastra. Y hoy nuestra patria chica se ha convertido en techo y albergue de nuestros vecinos del otro lado del Darién, recibidos como en casa, admirados como guías y queridos como hermanos, como parte que fuimos de su gran nación. Porque entre tantas cosas que nos separaban, desde la cultura transitista, el clima sofocante, la estrechura de la franja o la mitad del universo, nos acercaron los idearios de Bolívar, los combates de Ayacucho, los congresos anfictiónicos y el territorio de “La Antigua” (muy a pesar de haber sido el istmo despojado de esta zona, donde nace la primera diócesis de tierra firme, tan panameña como el Canal).
Porque Colombia no solo se aprovechó, sino que nos mantuvo en el olvido; porque fue más dueña que mentora, más usufructuaria que protectora; conectados a ella más por los resabios de sus guerras fratricidas que nos desangraban, tanto como en el territorio andino, que en lugar de un crecimiento istmeño merecido frente a los recursos entregados desde la ventajosa zona de tránsito, con la inauguración del primer ferrocarril transístmico y la construcción del canal francés, el segundo de esa envergadura en el mundo.
Por todo esto y más nos perdieron, si es que así lo quieren interpretar. Pero fue una pérdida promovida, desarrollada, organizada y ejecutada por los istmeños, a lo largo de la evolución continua y permanente de la nación panameña, con sus virtudes y defectos. Y al final, con nuestros propios fulgores y sombras, somos a partir del 3 de noviembre de 1903 mucho más de lo que hubiésemos representado en el universo de naciones si perteneciéramos hoy a Colombia.
Luchemos siempre por lo que nos une y aprendamos de lo que nos separa para fortalecer esa unión, como dos Estados independientes, soberanos y hermanados en genes, sangre, etnia, idioma, historia, religión y héroes.
El autor es abogado