Pasado el impacto emocional de la partida de mi gran amigo y tocayo Bobby Tzanetatos, tengo la serenidad de sentarme a escribir sobre mis vivencias con un empresario sabio, único e irrepetible, por su historia, su método para los negocios y su especial amor por Panamá.
Bobby llegó a Panamá de Grecia muy joven, prácticamente solo con la ropa que tenía encima, sin conocer el idioma, sin familia alguna en este país. Así, con todo en su contra, se inició comprando y vendiendo cuanta mercancía veía con posibilidades, o sea, que comenzó de cero, en un país extraño con un idioma para él rarísimo.
Poco a poco fue desarrollando su micro empresa hasta convertirla en una pequeña y luego en una gran empresa, convirtiéndose además en el cónsul honorario de Grecia, el país de su nacimiento.
Supe de sus hazañas empresariales al encontrármelo en reuniones gremiales, pero realmente nos hicimos amigos cuando –de la mano de George Smith (Alcedo)– compró una lindísima propiedad frente a Bahía Serena en playa Coronado.
Siempre con George, fue comprando cada singular propiedad que George le enseñara en Coronado y se convirtió en un coronadiense de pura cepa. En todo este proceso fuimos cultivando nuestra amistad. Cuando en plena dictadura iniciamos La Prensa, fue de los primeros en comprar acciones y así, en todas las iniciativas mías (que no fueron pocas), el tocayo siempre llamaba y se sumaba, siempre preocupado y accionando por el país. Los contratos entre él y yo siempre se iniciaban con una anotación suya en una servilleta de papel en el restaurante en el que almorzábamos, y luego los abogados formulaban los contratos para nuestras firmas. La última vez que lo vi –hace como dos semanas – fue en el restaurante Acha de Costa del Este.
Yo tenía invitados en la terraza a mi primo Choza Eisenmann y a Frank Gehry, el mundialmente famoso arquitecto, creador del Biomuseo en Amador, su única obra en América Latina, lograda gracias a que su esposa, Berta Aguilera, era panameña de familia antonera, como la esposa de Choza. El Biomuseo había honrado el día anterior a Berta, bautizando con su nombre el lindísimo parque bajo el gran árbol de higo que hay en los jardines del museo.
Ese día, en Acha, cuando pedí la cuenta, el mesero me dijo que ya estaba cancelada.
¡¿Cómo?!, reaccioné sorprendido.
“La pagó don Bobby Tzanetatos”, quien venía saliendo del restaurante, rozagante, y nos dimos el gran abrazo, como era costumbre entre nosotros. A Gehry lo conoció y también lo abrazó. Esos actos espontáneos eran costumbre de Bobby.
El tocayo, fiel creyente en la educación como solución al problema social, creó el Instituto Atenea, con aproximadamente 800 estudiantes. Además, creó la Casa Hogar Lucy Tzanetatos (nombre de una de sus difuntas hijas), para acoger a cientos de madres de niños hospitalizados en el Hospital del Niño. Siempre estaba pensando y accionando con vocación social y de país.
La vida le deparó momentos tristísimos a él y a Irma, su esposa de toda la vida, al perder a dos de sus hijas , pero él continuó trabajando a pesar de los golpes sufridos. A los amigos nos parecía que el trabajo permanente era su terapia para poder continuar con su vida.
Trabajaba, trabajaba y trabajaba aún más. Era incansable y tenía una intuición para los buenos negocios que se le presentaban no solo en la ciudad, sino en el resto de la República.
Bobby fue un ser insustituible, un amigo entrañable, un patriota en su país adoptivo, un gran filántropo y, simplemente, ¡un hombre bueno!
Al final, su Dios le regaló una muerte de premio: murió en el sueño, que es la muerte que todos rogamos nos toque: dormidos, sin hospitales, tubos ni sufrimiento, no solo para uno mismo, sino para toda la familia.
Tocayo, te tocó el premio final. Vuela libre y satisfecho, pues en esta Tierra hiciste todo lo bueno que pudiste y por eso hay tantos que te quisimos hasta tu último suspiro.
Paz a mi querido amigo.
El autor es presidente fundador del diario La Prensa

