No es secreto que el 2023 fue un año de inflexión para la nación panameña. El tejido social y político se vio presa de una profunda crisis de legitimidad. El contrato social invisible que en palabras de Rousseau permite aspirar a la constitución de una democracia libre, representativa y en Derecho se vio puesto en peligro; en el epicentro de la crisis se encontraba la dudosa gestión de la Asamblea Nacional. El órgano legislativo, encargado de representar la pluralidad de opiniones políticas que existen dentro de la Nación, está llamado a fiscalizar y refrendar las decisiones del Ejecutivo para evitar que este gobierne sin el aval del pueblo; lastimosamente este no ha sido el caso. Parte substancial de esta problemática yace en que a lo largo de este periodo los dos primeros órganos del Estado han estado en manos de un mismo partido. Quien ejerce la mayoría en la Asamblea es el mismo ente político que sostiene el poder desde el consejo de gabinete. El debido proceso democrático nos indica que la separación de poderes se fundamenta sobre el escrutinio y fiscalización de un órgano a otro. Desafortunadamente, en nuestro contexto ambos órganos han mantenido una relación de estrecha colaboración que a menudo ha terminado por rayar en la complicidad.
Se ha hecho evidente que los diputados toman decisiones de manera colectiva y en concordancia con la “línea del partido”, es decir responden a lealtades internas e intereses partidistas antes que al bienestar del país. Este comportamiento dio por resultado el estallido social del año pasado, donde la complicidad e inacción del legislativo en torno al asunto minero puso en tela de duda la separación de poderes y significó un duro golpe para la ya afligida concepción de democracia que teníamos en nuestro país. Si bien en otras latitudes la colaboración entre ejecutivo y legislativo es indicio de un gobierno eficiente, ante un paisaje político nacional saturado de complicidad, amiguismos y lealtades a puertas cerradas, debemos optar por caras frescas que rompan con este esquema.
En el próximo periodo gubernativo que abarca desde el 2024 al 2029, aquellos que resulten electos serán llamados a proveer soluciones en medio de problemáticas sumamente complejas, no podemos olvidar que el sistema de pensiones de la Caja del Seguro Social tiene sus días contados, ni que el Canal de Panamá cada día pierde competitividad internacional por falta de visión a largo plazo. Frente a una contienda presidencial sumamente dividida y en ausencia de un candidato predilecto, debemos enfocar nuestra atención en rescatar la institución que más ha sufrido el azote de las malas prácticas de la política panameña, la Asamblea. En las compuertas de un año electoral, debemos escoger a nuestros diputados con consideración al bien público y atendiendo a la clara necesidad de cambio que se hace inevitable en la vida política del país; ya es hora de pasar la batuta. El resultado político del año 2023 fue un engranaje estatal que gobierna sin legitimidad y carece de la aceptación del pueblo, la mayoría partidista que históricamente se ha repartido la asamblea ha caído en desgracia y se ha vuelto sinónimo de corrupción. Surge la duda ¿Cómo lo hacemos mejor? ¿Cómo evitamos que esto vuelva a suceder? Pues escogiendo mejor.
El autor es estudiante de derecho y amigo de Fundación Libertad