Hay momentos en que faltan palabras para describir la sociedad en que vivimos. Esa sociedad que, tras los años de la dictadura militar, pensamos que podíamos cambiar para hacer de este pequeño país un lugar de justicia, equidad, institucionalidad democrática, respeto a los derechos humanos y desarrollo.
No ha sido así. Panamá es hoy uno de los países más desiguales de la región, con un sistema educativo que dejó hace tiempo de ser la vía para la superación; un país donde impera el privilegio, la impunidad, la degradación de la política, y en el que nuestro histórico reclamo por soberanía ha mutado en un nacionalismo xenófobo, discriminador, fomentador de la mediocridad e ignorante de los problemas globales que debemos enfrentar no como panameños, sino como ciudadanos del mundo.
Desde la más alta instancia de justicia del país se bendice la discriminación -alegando, entre otras cosas, “lesión a la soberanía nacional”-, mientras los dogmas religiosos que pertenecen a la esfera de lo privado van impactando cada vez más las políticas públicas, para regocijo de beatas y fanáticos varios, así como monseñores locales y extranjeros.
En momentos tan descorazonadores como estos, la historia nos brinda lecciones y nos muestra de lo que somos capaces cuando la intolerancia y el fanatismo le ganan la partida a la razón.
Hagamos un viaje a Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro Magno en el año 331 a.C., y que fue en algún momento de su larga historia un ejemplo de diversidad y tolerancia, donde convivían en armonía personas llegadas de todas partes del mundo conocido, con sus diversas creencias y costumbres. Una convivencia que se rompió violentamente debido al fanatismo religioso y ese deseo, al parecer insaciable, de querer imponer en los demás una única visión del mundo.
En Alejandría nació Hipatia, una mujer excepcional que tuvo una muerte horrenda en manos de las hordas cristianas que, tras sufrir ellas mismas la implacable persecución romana antes de que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial del imperio, impusieron a sangre y fuego su fe.
Hipatia de Alejandría representa aún hoy, esa inagotable batalla entre el conocimiento y el fanatismo, entre la ciencia y la ignorancia, entre la luz y la oscuridad. Nacida mujer en un mundo de hombres, sus personales circunstancias le permitieron dedicarse a lo que fue siempre su pasión: la ciencia, el estudio, la enseñanza.
Matemática, filósofa, astrónoma, se hacía constantes preguntas para intentar descifrar y entender los misterios del universo. Y justamente esa inteligencia y espíritu libre fue insoportable en los oscuros tiempos en que el fanatismo de los primeros cristianos veía herejía y brujería en las matemáticas y en las ciencias…en el conocimiento.
Al ser pagana, presenció cómo los cristianos quemaron y destruyeron todos los templos y centros griegos, y persiguieron a todos los académicos de Alejandría, obligándolos a convertirse al cristianismo como única forma de evitar la muerte.
Hipatia se negó. No quiso renunciar al conocimiento griego, a la filosofía y a la ciencia que por más de 20 años había aprendido y enseñado. Lo pagó caro; lo pagó con su vida. “La arrancaron de su carruaje, la dejaron totalmente desnuda, le tasajearon la piel y las carnes con caracoles afilados, hasta que el aliento dejó su cuerpo…”, relata Sócrates Escolástico.
Estos horrendos hechos sucedieron en tiempos del obispo Cirilo de Alejandría, católico exaltado y defensor a ultranza de la ortodoxia cristiana, para quien era insoportable que una mujer se dedicara a la ciencia -que no comprendía- y, en fin, que fuera libre.
Cirilo -hoy santo Cirilo- fue también implacable con la comunidad judía de Alejandría, instigando motines contra ellos, expropiando sinagogas, saqueando sus propiedades y finalmente desterrándolos.
Sería el inicio de esos terribles años de oscurantismo, fanatismo y odio, donde la intolerancia, la ignorancia y el horror reinó. Una larga y oscura noche que, guardando todas las distancias, se nos aparece estos días en el poder que tienen las fuerzas más retrógradas del catolicismo (Opus Dei y demás), junto al fundamentalismo evangélico, para impedir que la justicia esté del lado de la dignidad humana; para impedir que parejas del mismo sexo logren los reconocimientos legales que merece todo ser humano; para impedir que las mujeres pobres puedan acudir sin traba alguna a los centros de salud para ser esterilizadas; para brindar protección adecuada a los menores de edad para evitar embarazos.
Dice la mayoría de magistrados que “no hay cabida para interpretaciones evolutivas o extensivas…” en materia de derechos humanos y que el matrimonio igualitario es meramente “una aspiración”, ignorando por completo en su análisis el artículo 17 de la Constitución.
Afortunadamente, la lucidez del salvamento de voto de la magistrada Ángela Russo los desnudó, al calificar la opinión mayoritaria como el resultado de “un análisis sesgado en perjuicio de la dignidad humana, alejada de la evolución de los tiempos…” Nada que agregar.
La autora es periodista y presidenta de la Fundación Libertad Ciudadana, TI Panamá