Llevar la historia fuera de las aulas es una tarea necesaria, entre otras importantes razones, porque cada cinco años elegimos gobernantes que ejemplifican una y otra vez lo que ciertos historiadores describen como un fenómeno recurrente de Panamá desde tiempos de la colonia: la corrupción institucional. Aunque algunos prefieren no escribir sobre el tema, la omisión puede ser rectificada con lo que otros publican.
Dos fenómenos notables de nuestros días conspiran simultáneamente para producir efectos sociales perniciosos. Uno, el relativo aislamiento de los historiadores académicos de lectores no especializados. El otro, las deplorables consecuencias de la frenética actividad laboral y social que dificulta a demasiadas personas el acceso a los trabajos de historiadores y, en consecuencia, las deja expuestas a publicaciones en toda clase de medios en que la consideración de las fuentes es una cuestión secundaria o en que el propósito radica en dar vida perdurable a mitos con cadencia litúrgica. Y todos sabemos que el mito es una mentira fabricada para hacer propaganda. Los inventan las iglesias, los políticos, los familiares y a veces también algunos profesores universitarios para quienes el proyecto político-ideológico reclama prioridad. El resultado es que la sociedad queda a merced de lo que ofrecen publicaciones no siempre compatibles con un interés más fundamental: la verdad histórica, sea agradable o desagradable.
El conocimiento de la historia interesa principalmente por el grado de información y lucidez que puede proveer al lector atento para auxiliarlo en el análisis y comprensión de la realidad.
Un corolario de esta postura es que en Raíces no atribuyo la preeminencia de alguna concepción de la historia. Tampoco le concedo un carácter teleológico, es decir, orientada hacia un cierto fin, sea natural o sobrenatural. Lo que presumo, en cambio, es que se puede favorecer al lector si se despliegan diversas concepciones e interpretaciones de la historia, implícitas en trabajos de autores profesionales, preferiblemente de los que han llevado sus estudios hasta el grado de doctorado. Otro corolario que podría inferirse es que Raíces no está al servicio de amigos, familiares ni ideologías. He llegado a publicar artículos que describen actuaciones de antepasados míos en una perspectiva crítica.
Al escribir, ningún autor puede prescindir completamente de su concepción del mundo, de la naturaleza humana, de la sociedad, ni siquiera de su ideología.
En los historiadores más competentes, el examen crítico de las fuentes es una ocupación tan natural como dormir y comer. En este punto hay que tener en cuenta, además, que ningún historiador puede abarcar todas las fuentes primarias, por ello acuden también a trabajos de otros historiadores, una tarea para la cual los investigadores académicos están adecuadamente informados y al día de la literatura secundaria más significativa disponible. La otra cuestión, la de la interpretación, es más subjetiva naturalmente y, por tanto, puede provocar más discusión. El lector debe tener presente este hecho y alguna información sobre el autor. He corroborado la importancia de cuestionar los mitos, especialmente los que divulgan con ánimo exaltado, no muy distinto al religioso, algunos sectores políticos o familiares.
Con cierto grado de sorpresa he advertido lo arraigada y generalizada que se encuentra la noción –o conclusión- de que en Panamá la corrupción está institucionalizada. Así, por ejemplo, en los trabajos de Patricia Pizzurno, Celestino Araúz, Steve Ropp y Mathew Scalena, todos ellos investigadores a tiempo completo que laboran en Panamá, Estados Unidos y Canadá. La intoxicación de patriotismo o de nacionalismo no contribuye a la comprensión de la historia, a entender cómo Panamá ha llegado a ser lo que es hoy. Los giros altisonantes pueden repicar seductoramente al oído, pero no aportan a la comprensión de la historia.
El autor es abogado; texto originalmente publicado en ‘Raíces’