De los 5 mil 500 años de historia escrita, menos de 300 transcurrieron sin guerras. El ser humano es competitivo y belicoso, y resalta más por sus defectos que virtudes. De los 10 mandamientos, 6 ordenan lo que el hombre no debe hacer. Somerset Maugham dijo: “No sé lo que acontece en la mente de un criminal, sé lo que pasa en la mente de un hombre decente y es horrible”.
La historia sigue siendo una selección natural de los individuos y grupos más aptos, en una lucha donde la bondad no es premiada, las desdichas abundan y la prueba final es la capacidad para sobrevivir.
Las causas de la guerra son las mismas que las de la competencia entre individuos: afán adquisitivo, pugnacidad y orgullo; el deseo de alimentos, tierras, materias primas, combustibles, dominio. La diferencia está en que el Estado posee nuestros instintos, pero sin nuestros frenos, y eso lo vuelve capaz de cualquier cosa, porque no hay concepto moral ni ley que lo domine cuando se vuelve belicoso.
Las Naciones Unidas, al convertirse en abogado defensor de los gobiernos tiránicos y habiéndose alejado de los valores y principios del mundo libre, ha perdido autoridad moral para ejercer sus funciones pacifistas. Los únicos países que comprendían la fragilidad del planeta y las trágicas consecuencias mundiales de una conflagración eran los del primer mundo, pero hasta eso está en cuestionamiento.
La Tierra se ha achicado. Se puede estar en cualquier lugar en tiempo récord, pero con la misma facilidad que viaja un turista, viaja un terrorista. Todas las personas, en todas partes, somos vulnerables.
La historia de la guerra es también la historia del desarrollo científico. La mayoría de los grandes inventos de uso cotidiano, el 4x4, el jet, el celular o la internet son producto del avance tecnológico militar. En su necesidad por crear nuevas y mejores maneras de proteger a sus congéneres, el genio humano alcanza su cúspide.
Los pacifistas viven una infantil mentira en su proceder antibélico, pues desconocen la naturaleza humana. Obviamente, las personas normales no desean el enfrentamiento. La mayoría quiere una vida tranquila. Son los dirigentes megalómanos quienes buscan la guerra pues se sienten dioses.
Sin embargo, los pacifistas, en vez de protestar contra estos causantes de la muerte, que en la era moderna siempre han sido dictadores, critican a los defensores de la libertad y la democracia.
Si Mahatma Gandhi tuvo éxito en su lucha contra los ingleses fue porque sus seguidores superaban a los británicos en cientos de millones y los invasores no eran genocidas. Gandhi propuso la misma fórmula pacifista contra los nazis, lo que demuestra su ingenuidad política. No sé si hubo algún grupo pacifista que haya protestado contra Hitler.
El pueblo judío vivió poniendo la otra mejilla durante 18 siglos, y fue abusado, perseguido, humillado y asesinado de a millones, hasta que recuperó su tierra y creó su ejército. Los pacifistas critican su derecho a la autodefensa en vez de cuestionar a las 56 tiranías musulmanas que le amenazan.
La guerra actual no es convencional. No es un ejército que pelea contra otro. El enemigo no es un luchador por la libertad, porque no hay quien lo esté oprimiendo, sino por sus torcidas creencias religiosas.
El terrorista no lucha contra un militar porque no alcanza su altura. Es un cobarde que se cubre el rostro o se viste de civil para atacar a seres indefensos.
Los pacifistas creen que jugar a ser el amistoso cordero logrará que el lobo no se los coma. Es como el sociólogo que cuando violan a su mujer y sus hijas, en vez de defenderlas, aduce que lo sucedido es producto de una sociedad incomprensiva. Por eso fracasan en sus intenciones y terminan perdiendo la luz de la historia. Es el precio que deben pagar por defender a los enemigos de la paz y la libertad.