La vida del Papa ha sido un llamado silencioso pero firme a la conciencia colectiva. Con su testimonio de sencillez y entrega, desafió a una Iglesia atrapada en sus propias estructuras y a un mundo ensimismado en su propio ruido. Su liderazgo no buscó imponerse, sino tocar corazones, recordando que el verdadero poder reside en el servicio y la misericordia.
En tiempos de polarización y desencanto, su voz —serena pero decidida— ofreció un faro de esperanza. Defendió a los migrantes, abogó por la justicia social y nos invitó a reconocer la dignidad de cada ser humano, más allá de fronteras y prejuicios.
El mundo que recibe ahora a su sucesor es aún más incierto, marcado por guerras, desigualdad y una creciente intolerancia. No será fácil sostener el hilo de unidad que tan laboriosamente tejió. Pero su legado permanece: un recordatorio de que la fe verdadera no teme al cambio, ni se repliega ante la adversidad. Es, en su esencia, un acto valiente de amor y confianza en el porvenir.
