Una democracia sin crítica es apenas un simulacro. Nueve meses después de iniciado el gobierno de José Raúl Mulino, el espacio para el disenso parece reducirse con rapidez. Quien opina distinto es tildado de “santita”, “chiquillo” o “cinco gatos”; quien señala errores, enfrenta desdén, burlas o descalificaciones desde el poder. Este clima hostil no se limita a la Presidencia. El contralor arremete contra diputadas y celebra el insulto como argumento. La crítica se responde con desprecio, no con razones.
El resultado es predecible: se debilita el debate público, se polariza la ciudadanía y se frustra la posibilidad de consensos. Una sociedad democrática y pacífica necesita voces disonantes. No hay diálogo real sin desacuerdo. Escuchar a quien incomoda, cuestiona o alerta no debiera ser una concesión del poder, sino una obligación ética del servidor público.
La crítica no es enemiga de la democracia; es su condición esencial. Sin ella, solo queda el monólogo del poder.