La llegada de la inteligencia artificial (IA) fue celebrada como un hito de eficiencia, una revolución que ha transformado rubros desde la salud hasta la moda. Sin embargo, detrás de esta innovación hay un costo ambiental del que poco se habla. En un giro irónico, la misma IA que se promovió como aliada contra el cambio climático se ha convertido en una amenaza para la sostenibilidad. La ONU, que inicialmente destacó su potencial ecológico, ahora advierte sobre el alarmante consumo energético de esta tecnología.
Para comprender la magnitud del problema, es fundamental entender el funcionamiento de la IA. Su evolución comienza con lo que se conoce como “IA Simbólica”, que en sus inicios se limitaba a representar el conocimiento mediante símbolos y a manipularlos a través de reglas lógicas y algoritmos. Luego, surge el “Machine Learning”, una terminología más popular hoy en día, que permite a las máquinas identificar patrones y hacer predicciones a partir de datos sin ser programadas explícitamente para cada tarea. Finalmente, el “Deep Learning y Redes Neuronales” representa el desarrollo más avanzado de esta tecnología. Este es un subconjunto del Machine Learning que se enfoca en entrenar redes neuronales profundas para aprender de manera jerárquica a partir de grandes volúmenes de datos, inspirado en la interconexión de las neuronas en el cerebro humano.
Este avance extraordinario en modelos de datos representa un consumo masivo de insumos y energía, además del trabajo intelectual y humano necesario para construir prototipos de IA. Solamente el proceso de entrenamiento de un solo modelo puede consumir miles de megavatios-hora de electricidad y emitir cientos de toneladas de carbono, equivalente a la huella de carbono de cientos de hogares en Estados Unidos durante un año.
Pero el impacto ambiental no se limita al consumo de energía. La fabricación de los componentes físicos necesarios para el funcionamiento de estos sistemas, como los chips de silicio y las unidades de procesamiento de alto rendimiento, requiere la extracción de minerales y un alto gasto de agua para el enfriamiento de los centros de datos. Esta realidad ha causado estragos ambientales en diversas regiones del mundo, y ahora está impactando directamente a América Latina.
Las empresas tecnológicas han mostrado una disparidad alarmante en la aplicación de políticas ecológicas, dependiendo de la región donde operan. Por ejemplo, Finlandia emplea un 97% de energía libre de emisiones de carbono en sus centros de datos, mientras que en muchas partes de Asia esta cifra puede bajar hasta un preocupante 4%. Este fenómeno está golpeando cada vez más a América Latina, donde el establecimiento de fábricas y centros de datos resulta más rentable debido a los costos de producción y la mano de obra. Esto es particularmente alarmante en regiones con creciente escasez de agua. Un claro ejemplo es México: Querétaro ya alberga diez centros de datos en funcionamiento y planea instalar dieciocho más, algunos de ellos destinados a atender la creciente demanda de plataformas como ChatGPT.
Diversos especialistas y líderes políticos han propuesto soluciones a esta problemática, pero su efectividad dependerá de la implementación real por parte de las compañías tecnológicas. Entre las medidas necesarias se encuentran: creación de políticas públicas más estrictas, uso de energías renovables, optimización de la IA con el uso de menor recurso y compromisos sólidos con la gestión del agua.
Esta realidad no se aleja de la de Panamá, toda vez que desde hace ya una década el recurso hídrico en la región es escaso y utilizado sabiamente con nuestro mayor referente: el Canal de Panamá. La correcta adaptación del uso de la IA definirá su convergencia con los principios de sostenibilidad y desarrollo responsable, evitando que esta revolución tecnológica agrave los desafíos ambientales que ya enfrentamos.
La autora es abogada.