Desde hace dos años, Rusia ha librado una invasión a gran escala en contra de la integridad territorial y la independencia política de Ucrania. A casi dos años del aniversario de esta invasión, de ese acto de agresión, que, en palabras del Tribunal Militar Internacional de Núremberg, constituye el crimen supremo del derecho internacional, se ha perpetrado otro crimen, el asesinato de Alexei Navalny, líder de la oposición rusa, abogado, activista contra la corrupción y prisionero político.
Este asesinato también se ha suscitado a un mes de las “elecciones” rusas. Dicho acto de cobardía nos confirma, una vez más, que estamos ante un gobierno criminal y reincidente, cuyos actos representan una seria afronta al orden internacional.
Cuando hablo de acciones criminales y reincidentes, me refiero a las agresiones que la Federación Rusa ha perpetrado en contra de Moldavia (Transnistria), Georgia (Abjasia y Osetia del Sur) y Ucrania (Crimea, Donetsk y Luhansk), previo a la invasión y subsecuente anexión ilegal de sendas regiones ucranianas. También el régimen de Putin ha sido reincidente en el asesinato de disidentes políticos; el caso de Navalny se suma al de Alexander Litvinenko, Sergei Skripal, la periodista Anna Politkovskaya y el oligarca Boris Berezovsky.
A la lista se podrían sumar otras muertes misteriosas, como la del mercenario Yevgeny Prigozhin. En suma, el régimen de Putin nos ha recordado, previo al segundo aniversario de la invasión, que no importa si eres periodista, mercenario, siloviki, oligarca, espía o activista contra la corrupción, si eres considerado una amenaza al régimen, el régimen intentará asesinarte.
Este cúmulo de actuaciones criminales reiteradas persiguen el objetivo último de instaurar un nuevo orden internacional, que sea amigable para las autocracias, las cleptocracias y para las graves violaciones a los derechos humanos. Un orden internacional multipolar en donde aplique la máxima del diálogo de los melios, aquella que dice “los fuertes imponen su poder, tocándoles a los débiles padecer lo que deben padecer”. Es preciso reconocer que el orden actual, aquel que se busca reemplazar, tiene muchas imperfecciones.
Una de ellas es que fue concebido con un defecto de origen, una presunción, algo ilusa, de que los Estados en el ejercicio de su soberanía se comportarían conforme al derecho internacional pues aquello favorecía sus mejores intereses. El error radicó en asumir que todos los Estados y sus gobernantes actuarían conforme a estándares de decencia en aras de facilitar relaciones de paz, amistad y cooperación, y no en base a intereses expansionistas e imperiales. Es decir, que se abstendrían de conductas criminales.
La invasión rusa ha puesto a prueba al orden internacional y la respuesta de este ha sido enfática. A pesar de todos los defectos inherentes al propio orden, tales como el veto en el Consejo de Seguridad de la ONU de los cinco miembros permanentes, instituciones como la Corte Internacional de Justicia (CIJ) y la Corte Penal Internacional (CPI) se han activado, ejerciendo su jurisdicción sobre violaciones flagrantes al derecho internacional y la comisión de atrocidades.
Estas instituciones, notablemente, han hecho frente a intentos por plantear falsos binarios en torno a la escisión norte-sur global. Una buena prueba de esto son el actual litigio en la CIJ entre Israel y Sudáfrica, y las investigaciones de la CPI en Palestina.
Durante los últimos dos años, Rusia se ha escudado en supuestos dobles estándares para legitimar sus actuaciones criminales. Básicamente sostienen que Rusia agrede a otros Estados y asesina a opositores de la misma manera en que lo han hecho potencias occidentales.
El defecto de esta línea de argumentación, que es elusivo a muchos, es que las agresiones y los asesinatos perpetrados por occidente en distintas latitudes no legitiman de forma alguna las atrocidades rusas. El imperialismo, el expansionismo, las agresiones y las violaciones al derecho internacional deben condenarse independientemente de quien emanen, por más ideológicamente afines que sean a nosotros.
A dos años de agresión de la invasión rusa a Ucrania, el escenario global es bastante turbulento. En África los golpes de Estado y la presencia de mercenarios es parte del día a día; en Latinoamérica el desencanto por la democracia es cada vez más creciente; en el Medio Oriente la guerra en Gaza amenaza con derramarse a otras latitudes, incluyendo Líbano y Yemen; y en Asia las tensiones en el estrecho de Taiwán, en el Mar del Sur de China y en la península de Corea continúan.
Según algunos, es inminente la instauración de un nuevo orden internacional, basado en la multipolaridad, la equidistancia y la autoridad soberana de los Estados de hacer lo que les plazca dentro de sus fronteras. Es por ello que es preciso preguntarnos qué sucederá con el internacionalismo liberal que originó las Naciones Unidas, el cual trajo como resultado la prohibición de las guerras de agresión, la solución pacífica de las controversias internacionales, la descolonización, el reconocimiento de la integridad territorial de los Estados y su independencia política, el surgimiento de los derechos humanos y de normativas sobre la transparencia. Ese mismo orden internacional que nos permitió a los panameños recuperar nuestra soberanía es aquel que algunos Estados buscan reemplazar, ¿lo defenderemos?
El autor es abogado y profesor de derecho internacional.
