La arrogancia de Petro



Dudo que el rey Carlos III, jefe de Estado del Reino Unido, se atreva a decir, en algún acto oficial, que le causa aflicción la emancipación de la India (1947) o la nacionalización del Canal de Suez (1956). No creo que el presidente de Francia, Emmanuel Macron, sea capaz de declarar que deplora la independencia de Viet Nam (1945) o de Argelia (1962).

A ningún gobernante checo se le escucha expresar públicamente su pesar por la disolución de Checoslovaquia y la creación de la República de Eslovaquia, hace tres décadas. Los panameños, sin embargo, llevamos 120 años tolerándoles a los gobernantes colombianos, no solo sus estúpidos quejidos sobre la “pérdida” de Panamá, sino la leyenda negra que forjaron en torno a nuestra justificada, legítima y oportuna separación en 1903.

El irrespeto del gobierno colombiano ha arreciado bajo el gobierno del exguerrillero Petro. El 19 de abril, en un evento conmemorativo del bicentenario de las relaciones entre Colombia y Estados Unidos, el canciller colombiano, Álvaro Leyva, aludiendo a las “equivocaciones” en dichas relaciones, dijo, de manera “chistosa”, que de no haberse producido esos errores “esta conferencia la hubiéramos podido tener en el departamento de Panamá”.

Su comentario insolente se refería, obviamente, a la fundación de nuestra República, con apoyo estadounidense, en 1903. La Cancillería panameña expresó su malestar y, aunque el ministro ofreció disculpas, solo transcurrieron tres meses antes de que un alto funcionario colombiano volviera a cometer un exabrupto.

El 20 de julio, día nacional de Colombia, el propio Petro espetó: “lo que hemos visto es cómo se pierde el territorio, cómo se abandonan las fronteras, cómo otros terminan soberanos… Así fue con Panamá, o se nos olvidó la historia. La indolencia con la que se trabajó desde el mundo político y gubernamental, el perder una de las zonas más ricas de Colombia, hoy lo sabemos”.

Continuó diciendo: “Mientras nosotros, los colombianos, en aquella época nos matábamos entre sí [sic]… perdíamos el canal de Panamá, perdíamos Panamá, perdíamos nuestra presencia en Centroamérica ...”

Petro habla de Panamá como si se tratara de una posesión colonial. Se expresa como la reencarnación del virrey, quien, por cierto, nunca ejerció efectivamente su jurisdicción fuera de Bogotá y Villa de Leyva, pero consideraba vasallos a todos los pueblos periféricos, incluyendo a los de la costa caribeña y el istmo de Panamá.

Sobre el particular, son informativas las palabras del historiador cartagenero Rafael Ballestas Morales, quien fuera alcalde de su ciudad. Explica que “en la mente y el actuar” de la “élite andina” ha persistido, a lo largo del tiempo, “un complejo de superioridad infiltrado en todos sus sentidos”.

Nos recuerda el comentario del intelectual José María Samper (1828-1888), quien aseguró que “la Nación está dividida en dos grandes zonas: los Andes, habitados por las razas más civilizadas y superiores, y las costas, las tierras ardientes, las selvas, los grandes llanos, habitados por las razas incivilizadas e inferiores”.

Agrega que Miguel Antonio Caro (1843-1909), presidente de Colombia, “se ufanaba de no conocer el mar ni haber experimentado la sensación de calor”. Comenta que el arzobispo de Bogotá, Antonio Herrán y Zaldúa (1797-1868), exclamó, en la cima del cerro de Monserrate: “Todo lo que se ve desde aquí hasta el confín del horizonte es el asiento de la civilización y la cultura. Lo que sigue no es más que tierra caliente”.

En cuanto a Petro, quien lamenta nuestra separación, la afirmación de nuestra nacionalidad y la existencia de nuestra República—pretendiendo reducirnos groseramente al estatus de “una de las zonas más ricas de Colombia”, como si no fuésemos más que una explotación mercantil de su posesión—es necesario notificarle que el virrey poco o nada mandó en Panamá; que, durante la dominación española, el gobierno de Panamá era, de hecho, autónomo, en gran parte, debido a las enormes distancias que separan al istmo de Madrid y de Bogotá; que el virreinato terminó hace dos siglos; y que, en 1821, Panamá se independizó de España por sus propios medios, sin ningún auxilio exterior.

Nuestros próceres—tanto los de la Heroica Villa de Los Santos como los de la capital—declararon la unión del istmo al proyecto bolivariano de la República de Colombia (denominada por algunos “Gran Colombia”). Con la salida de Venezuela y Ecuador, esa Colombia bolivariana dejó de existir.

Panamá intentó zafarse de la atadura bogotana en 1830, 1831 y 1840, cuando se creó nuestra primera República (el Estado del Istmo). Las promesas y zalamerías de los políticos santafereños embolataron una y otra vez a los panameños para mantenerlos unidos al altiplano. Una y otra vez, por supuesto, la “élite andina” incumplió.

En 1846, los gobernantes bogotanos buscaron apoyo estadounidense para mantener su espurio control sobre el istmo, para lo cual, indignamente, insertaron en el Tratado Mallarino Bidlack el artículo 35, según el cual Washington garantizaba a Bogotá sus “derechos de soberanía y propiedad” sobre nuestra zona de tránsito.

Quienes controlaban el poder en Bogotá contaban con que Estados Unidos aseguraría para siempre sus pretensiones sobre el istmo. Pero, cuando en 1903 Washington respaldó nuestra separación, pusieron el grito al cielo y urdieron una leyenda negra para denigrar y aislar a Panamá.

Las declaraciones de Petro son las más recientes en esta trayectoria ya centenaria de irrespeto, hostilidad y antibolivarianismo, porque el bolivarianismo, como las deliberaciones del Congreso Anfictiónico de 1826, reunido en nuestro país, lo consignan, está basado en el respeto a la soberanía y la individualidad de los Estados que se confederan libremente en aras de fines superiores.

Es tiempo ya de que exijamos respeto al gobierno colombiano y, si continúa vilipendiándonos, tomemos medidas eficaces—incluyendo el cierre de la frontera y la denuncia del Tratado de Montería, entre otras—que le hagan entender, de una vez por todas, que no somos su colonia y no estamos dispuestos a continuar aguantando su menosprecio.

El autor es politólogo e historiador, director de la Maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá.


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