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La buena vida y la buena muerte

Durante mis años de estudios teológicos y de cuidados de enfermos terminales en las universidades de Yale y de Tufts, en Estados Unidos, tuve que abordar más de una vez uno de los temas más controvertidos de nuestra cultura. El tema de la muerte es una realidad palpable y no es sino hasta las postrimerías de nuestra existencia que nos atrevemos a reflexionar sobre el tema. El domingo pasado, en este mismo espacio, un colega escribía un artículo titulado

“Cómo vivir 100 años”. Por ende, estoy motivada a complementar su escrito, con una reflexión extraída de uno de mis trabajos presentados en los planteles universitarios arriba citados.

Cada 30 años ocurre la convergencia de tres eventos religiosos que abarcan la totalidad de las religiones abrahámicas. Estas últimas son practicadas aproximadamente por la mitad de la población mundial. Durante el mes de marzo, han coincidido tres festividades de suma importancia para el cristianismo, el judaísmo y el islamismo, es decir, la Semana Santa cristiana (Pascua de Resurrección), la Pascua judía y el Ramadán islámico. Son festividades que invitan al recogimiento profundo y, sin duda, el ejemplo del cristianismo, por su narrativa, es el que nos obliga a reflexionar sobre el fenómeno de la muerte, rito de paso a otras dimensiones.

Mi propósito en este escrito es reflexionar sobre lo que constituye una “buena muerte”, un ejercicio difícil pero no imposible. Nosotros, como seres humanos, podemos fácilmente imaginar cualquier situación relativa a nuestra vida terrenal.

Pero ahondar en este misterio que va más allá de la vida física, implica un estado paradójico que obliga a obviar nuestro instinto natural de supervivencia y adentrarnos en un espacio no existencial que es totalmente alienígeno a nuestro razonamiento. Esto colinda muy de cerca con la espiritualidad de cada individuo.

Para el ser humano, el nacer trae una comunalidad en el sentido de que la vida de cada recién nacido está marcada por su llanto inicial centrado en un gozo anticipado por los que rodean al recién llegado. En contraste, el morir usualmente va acompañado de emociones opuestas, sentimientos encontrados, tanto para el que muere como para los que le rodean. Nuestra respuesta automática hacia la muerte es verla como un evento doloroso y deprimente.

Todos los procesos que desembocan en ese parpadeante momento de la muerte son procesos que ocurren durante nuestra vida. Para que alguien muera, primeramente, la persona debe estar viva, durante y hasta el instante de su último suspiro.

“Morirse” es un verbo imposible. Literalmente, en nuestro idioma, no se muere, más bien “nos morimos” -esto implica que morirse es un proceso extremadamente personal e íntimo, que solo ocurre dentro de la esencia de la persona-. Por lo tanto, sería razonable pensar que solamente durante la vida podríamos aspirar a un estado mental que pudiera prepararnos para una “buena muerte”.

Proponer una definición de la “buena muerte” es difícil, pues cómo podríamos generalizar tal estado en diferentes personalidades, temperamentos o experiencias de vida. Si cada persona pudiese mirar atrás a su vida y sentir que los errores fueron corregidos, las penas consoladas, las ofensas disculpadas y los esfuerzos recompensados, entonces, cada persona estaría en una posición ventajosa para merecerse una buena muerte.

La ciencia aún no devela en su totalidad el proceso biológico de la “senescencia” que abarca el misterio del envejecimiento de los tejidos de nuestro cuerpo. Sin embargo, la nueva ciencia de la psicología positiva invita a dar un giro a nuestra actitud sobre nuestra existencia.

No tenemos información basada en “evidencia científica” irrefutable y reproducible para describir lo que es una buena muerte. Pero hay publicaciones extensas y bien documentadas, en libros, encuestas, investigaciones y artículos que definen lo que se considera como una feliz y saludable vida.

En el 2018, la Universidad de Yale hizo un descubrimiento inesperado cuando su curso de “Psicología y la buena vida”, de la profesora Laurie Santos, rompió todos los récords en matrículas, convirtiéndose en el curso más exitoso de las últimas décadas. Sin duda, la nueva ciencia de la psicología positiva nos recalca que el secreto de una buena vida es la llave para cerrarla con broche de oro llegado su momento.

El bienestar espiritual y la armonía del alma son esenciales para una buena vida y, por tanto, para una buena muerte. El morir ocurre con un solo parpadeo. Las circunstancias que nos llevan a ese momento varían en cada caso. Pero es solo en nuestra individualidad, junto con nuestra salud psicológica y espiritual, que podremos permitirle al aspecto físico de la muerte ser cómodo y llevadero.

El autocuidado se torna de superlativa importancia para vivir una buena vida y desarrollar un estado mental saludable y jocoso, que nos pueda llevar a ese estado de paz interior que lograría que la muerte llegara y nos encontrara felices, satisfechos y listos.


La autora es médica investigadora y teóloga


La Prensa forma parte de

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