Ya no sorprende leer el macabro recuento de periodistas asesinados en el ejercicio de sus funciones, ni enterarse, a través de una investigación del colectivo Forbidden Stories, de que entre los más de 100 periodistas asesinados en Gaza, varios fueron claramente objetivo deliberado, ni saber que cada vez más a menudo las redacciones dan instrucciones de ocultar los brazaletes de prensa. A todos les parece normal que los presupuestos de seguridad aumenten exponencialmente en las empresas que practican el periodismo de campo.
Tampoco sorprende saber que una de las primeras medidas del gobierno de Javier Milei fue cerrar la agencia Télam y dejar en la calle a sus 700 empleados, o leer que el diario La Nación perdió de un día para otro todos sus ingresos publicitarios provenientes de las campañas informativas gubernamentales. El desarrollo del “manual” populista ya no sorprende a nadie: los medios, junto con los jueces, son su primer objetivo.
No sorprende escuchar sobre el asesinato de un periodista en México, cuyo nombre fue expuesto en redes sociales, ni sobre el intento de suicidio de una periodista alemana acosada cibernéticamente por trolls de extrema derecha. Los periodistas ya se han hecho a la idea de que todo lo que hayan publicado en el pasado será utilizado para desacreditarlos el día que sea necesario.
Tampoco sorprende que el “periodismo de los hechos” sea estigmatizado como el disfraz de una complicidad con el orden establecido, ni que las empresas dedicadas a ello sean a veces obligadas a elegir un bando, a abandonar una neutralidad que, naturalmente, no puede sino ser ficticia. La polarización socava la legitimidad de estas empresas, y lo peor es que este proceso de deslegitimación ya muestra resultados innegables.
No sorprende el tono a menudo apocalíptico de algunas conferencias sobre los medios, ya sea al hablar de los desiertos informativos que se crean en el corazón de Estados Unidos, de las curvas de evolución de la confianza en los medios o de la eliminación de puestos de trabajo, o de las consecuencias de la transformación, a través de la IA, de los motores de búsqueda en motores de respuesta que desintermedian a los medios. Y ni hablar de la contaminación del ecosistema mediático por los sitios de “noticias baratas” generadas por inteligencia artificial.
Tampoco sorprende que cada “noticia de última hora” tenga su contrapartida en forma de información sacada de contexto, fabricada o ligeramente modificada. Ningún acontecimiento parece escapar a una teoría conspirativa que lo acompañe. Las campañas de desestabilización se han vuelto tan comunes que rara vez ocupan las portadas de los medios. Lo mismo ocurre con los anuncios de eliminación de cuentas por cientos de miles en las plataformas. La desinformación se ha vuelto masiva, cotidiana, y las empresas de periodismo de hechos no han tenido otra opción que interesarse también por lo falso, que ahora forma parte integral del ciclo informativo.
Lo sorprendente, sin embargo, es que todo esto no genere más reacciones. A menudo, lo que emerge de los testimonios de los periodistas que han pasado por todas estas pruebas es cuánto se sienten solos, desamparados. Por ejemplo, ¿cuáles son las grandes voces que se han alzado tras la publicación de la investigación de Forbidden Stories? Busquen bien, no son muchas.
Así que, si el World Media Day puede contribuir a una toma de conciencia, a un despertar, aunque sea modesto, ¡viva el World Media Day!
El autor es presidente y director ejecutivo de Agence France-Presse.

