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La democracia bajo asedio

Los antiguos griegos inventaron, seis siglos antes de Cristo, la democracia en Atenas y, mucho antes, el totalitarismo en Esparta. Ambos fueron “experimentos de reingeniería social”, como el llamado “socialismo real”: en Atenas, para sustituir el poder de los reyes; en Esparta, para consolidarlo. En Atenas fue exitoso para el pueblo (excluidas mujeres, extranjeros y esclavos); en Esparta, ruinoso para los “homoi” o “iguales”, a quienes algunos ignorantes del siglo XX, fanáticos de la utopía marxista, rebautizaron como “el hombre nuevo”.

Como los griegos vivían en ciudades-estado, además de defenderse de las frecuentes invasiones de los emperadores persas —los autócratas expansionistas de la época, una especie de Vladimir Putin, que terminaron probando su propia medicina con Alejandro de Macedonia—, también guerrearon entre sí. Se debilitaron tanto que Roma los invadió con facilidad y los redujo a una provincia.

Roma, con una historia tan remota como la de Grecia, también conoció en sus orígenes la monarquía, se revolucionó con la República y luego retrocedió al sistema imperial. Su Imperio se hundió, fragmentó y dio paso a la Edad Media europea. Sin embargo, la democracia y la república —consustanciales entre sí— lograron sobrevivir, aunque de forma precaria, en algunos reductos de Europa: Venecia, Génova, la Confederación Suiza, San Marino, Ragusa y Noli. También sirvieron de inspiración las antiguas repúblicas extintas, como Atenas, Roma, Florencia, Ancona, Pisa, Amalfi y Gaeta. Estos ejemplos guiaron a los revolucionarios ilustrados que, en 1776, fundaron Estados Unidos como una república independiente del Reino de Inglaterra, al triunfar en la guerra que su antigua metrópoli desató sin éxito.

El ejemplo exitoso de Estados Unidos, con su república democrática, fue la principal inspiración para la América española que, a inicios del siglo XIX, luchó por su independencia y fundó repúblicas también esclavistas y excluyentes con las mujeres, siguiendo el modelo estadounidense. Ese mismo ejemplo influyó en la Revolución francesa, impulsada por un pueblo hambriento que veía el derroche de sus reyes y aristócratas. La revolución proclamó los Derechos del Hombre y del Ciudadano a fines del siglo XVIII, antecedente inmediato de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la ONU tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Esta declaración se convirtió en la utopía contemporánea, el ideal al que aspira la sociedad internacional, aunque incluso las peores dictaduras, teocracias y tiranías del mundo la hayan firmado, pues los autócratas mienten: jamás admitirán que niegan sistemáticamente los derechos humanos. Al contrario, alegan —falsamente— que sus pueblos no padecen precariedad ni represión, que no encarcelan, torturan ni matan, y que respetan la libertad, aunque excluyan del derecho a la educación a las mujeres con excusas de fanatismo religioso o prácticas tribales.

La democracia es el único instrumento que ha demostrado ser exitoso para alcanzar, de forma progresiva, una sociedad libre, igualitaria y justa. No es un dogma, sino un conocimiento forjado por la experiencia histórica. El marxismo —una utopía disfrazada de ciencia— aportó la valiosa idea de que la economía influye profundamente en la organización social. Pero fracasó por su simplismo reduccionista: tomar una parte (la economía) como si fuera el todo (la complejidad del ser humano y sus sociedades). Además, incurrió en un absurdo lógico: intentar construir una sociedad libre mediante un instrumento opresor, la supuesta “dictadura del proletariado”, que en realidad fue siempre la dictadura de un partido único. Esta derivó en una nueva forma de monarquía absoluta: la monarquía comunista. ¡Todo un disparate! Como la “revolución cultural china” de Mao Zedong, quien pretendió “limpiar a China de influencias extranjeras”, olvidando que el marxismo fue creado en Europa en el siglo XIX por los alemanes Karl Marx y Friedrich Engels, exiliados en Inglaterra. No fue invención de campesinos del Yunnan ni de pescadores del Yangtsé.

Es una tragedia que las dictaduras no respeten los derechos humanos. Pero lo realmente sorprendente es que, tras la abolición de la esclavitud a mediados del siglo XIX —impulsada por la tecnología, como las máquinas de vapor, sin restar mérito a almas piadosas y altruistas—, y tras condenar la discriminación racial y sexista, Estados Unidos mantenga hoy políticas que violan esos mismos principios.

Bajo Donald Trump, Estados Unidos niega el derecho a la defensa y al debido proceso a los inmigrantes latinoamericanos, con la intención de deportarlos por vía rápida. Una ola de xenofobia y racismo recorre ese país, que se fundó sobre el imperio de la ley. Desde 2002, bajo el expresidente George W. Bush y con la indiferencia de sus sucesores —incluido Barack Obama, quien prometió cerrarla—, se mantiene la prisión en la base naval de Guantánamo, en Cuba. Allí se violan los derechos fundamentales de los detenidos con el pretexto de que no están protegidos por la Constitución de Estados Unidos, un argumento inválido, pues esa base, como las embajadas, está bajo jurisdicción estadounidense.

En Guantánamo, como se ha documentado públicamente, se tortura y se priva de todo derecho a los prisioneros, al estilo de las peores dictaduras. Eso debería avergonzar no solo a Estados Unidos, sino a toda la humanidad. Es decepcionante que gobiernos estadounidenses acepten, promuevan o perpetren esas prácticas, traicionando su tradición democrática y su compromiso con la libertad.

Lo más grave es que Trump fue elegido por el pueblo estadounidense. Desconoció su derrota electoral ante Joe Biden y no respeta las leyes ni los fallos judiciales. Tiene el control de su partido, mayoría en el Congreso y en la Corte Suprema, y pronto intentará modificar las leyes de inmigración y asilo. Incluso podría promover una enmienda constitucional para hacer realidad su promesa: expulsar a todos los inmigrantes del Tercer Mundo y revocar la ciudadanía a los hijos de inmigrantes nacidos en Estados Unidos.

El racismo es evidente en su propuesta de dar refugio, residencia y ciudadanía a los inmigrantes blancos de Sudáfrica —descendientes de colonos británicos y holandeses que impusieron el apartheid—, mientras mantiene una política cruel contra los latinoamericanos, etiquetados como “gente de color”, junto con afrodescendientes, asiáticos y pueblos indígenas, según categorías policiales anteriores a la legislación de derechos civiles. Ya vimos, en su anterior gobierno, las imágenes de niños inmigrantes enjaulados, muchos de ellos de muy corta edad.

Son tiempos nefastos para los latinoamericanos que viven o desean vivir en Estados Unidos. La xenofobia y el racismo están desatados y despiadados.

El autor es abogado.


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