A lo largo del siglo XX, Panamá se distinguió de muchos de sus vecinos centroamericanos por su relativa estabilidad política, seguridad interna y desarrollo económico. Una de las razones fundamentales detrás de esta diferencia fue la presencia estratégica de bases militares estadounidenses en territorio panameño. Aquella presencia tuvo efectos profundos no solo en la defensa del canal interoceánico, sino también en la contención de amenazas como el comunismo, el terrorismo y el desorden que afectaron gran parte de Centroamérica. Su sola existencia funcionó como elemento disuasivo frente a cualquier intento de infiltración radical o insurgente.
Los grupos ideológicos sabían que cualquier amenaza contra Panamá encontraría una respuesta contundente. Esta certeza desmotivó la aparición de guerrillas marxistas o insurgencias armadas. Mientras países como Nicaragua, El Salvador y Guatemala enfrentaban intensos conflictos ideológicos y guerras civiles, Panamá se mantuvo al margen. La razón principal fue su valor geoestratégico para los Estados Unidos: la zona del canal era vital para la seguridad hemisférica, y Washington lo sabía. Por eso, mantuvo una vigilancia constante para evitar cualquier desestabilización.
Más adelante, cuando el mundo enfrentaba nuevas amenazas como el terrorismo y el narcotráfico, Panamá, gracias a su estrecha colaboración con las fuerzas armadas estadounidenses, se consolidó como un territorio seguro, estratégicamente protegido y con condiciones favorables para un crecimiento económico notable. Esa estabilidad proyectó una imagen de confianza que atrajo inversión extranjera directa e impulsó sectores clave como el financiero y el inmobiliario.
Muchos dirán que Estados Unidos ha sido permisivo o pasivo frente a los regímenes autoritarios en Venezuela, Nicaragua o Cuba. Pero en Panamá, la relación ha sido distinta: un mensaje claro de protección y de alianza. De alguna forma, eso nos convirtió en una especie de excepción regional. Una nación donde se respeta la vida, la tranquilidad domina la convivencia cotidiana y los extranjeros pueden caminar libremente por las calles. Un país que muchos llegan a percibir como el “Shangri-La” de Latinoamérica.
Incluso la invasión de 1989, con todo lo doloroso y polémico que fue, marcó un hito que transformó radicalmente el rumbo político y económico del país. A partir de esa intervención, se abrió una etapa de estabilidad que impulsó el auge del sector financiero, la explosión del desarrollo inmobiliario y una integración acelerada a la economía global. Hoy es difícil imaginar la actual fisonomía de la Avenida Balboa, Punta Pacífica, Costa del Este, Santa María, Ocean Reef o Buenaventura sin ese punto de inflexión.
Treinta y cinco años después, en un mundo multipolar y con potencias como China ampliando su influencia mediante infraestructura, tecnología y puertos estratégicos, Panamá ha optado por reforzar su alianza histórica con Estados Unidos. La reciente firma de un acuerdo que permite presencia militar temporal y rotativa en instalaciones como Sherman, Howard y Rodman, no solo apunta a proteger el canal, sino también a contrarrestar la penetración china en sectores logísticos, portuarios y tecnológicos.
El canal es una arteria comercial crítica. Su neutralidad, eficiencia y seguridad son fundamentales no solo para Panamá, sino para la economía mundial. La presencia militar estadounidense en sus cercanías tiene un efecto disuasivo inmediato ante amenazas extranjeras y reafirma el compromiso de Estados Unidos con su defensa, ante riesgos como sabotaje, espionaje o intentos de control indirecto.
No es un secreto que empresas estatales o privadas chinas han sido señaladas por potencias occidentales como posibles actores en labores de inteligencia o ciberespionaje. Una cooperación militar con Estados Unidos puede blindar las comunicaciones, reforzar los sistemas operativos del canal y asegurar su integridad tecnológica. Si China tuviera acceso a puntos clave del canal, podría —en un escenario de confrontación internacional— interrumpir operaciones o filtrar información sensible.
Entre los beneficios concretos del acuerdo con Estados Unidos destacan: mayor inversión en seguridad cibernética, satelital y naval; entrenamientos conjuntos; modernización de nuestras fuerzas de seguridad; fortalecimiento del prestigio internacional de Panamá como socio confiable en la defensa del comercio global; y reducción del riesgo reputacional ante inversionistas.
Ante las nuevas amenazas globales, la renovación de esta cooperación refuerza nuestro compromiso con la defensa del canal y con una política exterior independiente frente a influencias foráneas. Además, transmite una poderosa señal de confianza a los mercados e inversionistas: el Canal de Panamá seguirá siendo una vía neutral, segura y al servicio del comercio mundial.
Creo que el presidente Mulino y su equipo han actuado con inteligencia y coraje al formalizar este nuevo entendimiento con Estados Unidos. Lejos de afectar nuestra soberanía —como algunos temen—, esta cooperación nos alinea con más de 70 países que mantienen acuerdos similares. ¿Acaso somos los panameños más soberanos del mundo por rechazar toda colaboración internacional? Lo dudo.
En un mundo cada vez más complejo, elegir bien a los aliados es una decisión estratégica. Y Panamá, una vez más, ha optado por la estabilidad.
El autor es promotor e inversionista.