Últimamente se habla mucho de inteligencia emocional y financiera. Y claro, tienen todo el sentido del mundo. Saber manejar lo que sentimos y tener una base económica sólida nos da cierta estabilidad. Nos ayuda a tomar mejores decisiones, a evitar dramas innecesarios y a no vivir al límite todo el tiempo.
Pero hay algo más. Algo que casi nunca entra en la conversación y que, para mí, es igual —o más— importante: la inteligencia moral. El tema del origen de los impuestos pareciera tener —ya que no está comprobado— una conexión directa con el origen de la corrupción, y de allí que esta semana quiera discutir, en mi acostumbrado artículo semanal, el tema de la inteligencia moral. Esta puede ser la base para una mejor recaudación de impuestos que no conduzca a la corrupción ni al mal uso de los recursos del Estado. Recordemos que los recursos que recauda un Estado deben ser la salvaguarda de un mejor porvenir para la población de un país.
La inteligencia moral no es un concepto tan popular. Tal vez porque no se mide tan fácil, no se enseña en la escuela ni se viraliza en redes. Pero, si lo pienso bien, es esa la inteligencia que sostiene todo lo demás. Es la que te dice, en silencio, si estás haciendo lo correcto. Incluso cuando nadie te está mirando. Especialmente cuando nadie te está mirando.
No importa si tienes las emociones bajo control o las finanzas en orden. Si para llegar ahí tuviste que cruzar límites que, en el fondo, sabes que no querías cruzar, algo se rompe por dentro. Y aunque desde afuera todo parezca ir bien, eso se nota. Tarde o temprano se siente.
La inteligencia moral tiene que ver con la coherencia. Con vivir en paz con uno mismo. Con no tener que justificarte todo el tiempo ni tragarte cosas que sabes que no están bien solo porque “así es como funciona”. No se trata de andar de santos ni de creerse mejor que nadie. Se trata de escucharte. De saber dónde está tu línea y no venderla por nada.
No siempre es fácil. Vivimos rodeados de ruido, de opiniones, de presiones. Y muchas veces lo más cómodo es mirar para otro lado. Pero cada vez que elegimos lo fácil en lugar de lo correcto, aunque sea una tontería, vamos perdiendo un poco de esa brújula interna. Y sin eso, es muy fácil perderse.
La inteligencia moral no te asegura una vida perfecta, ni mucho menos. Pero sí te da algo que vale muchísimo: poder dormir tranquilo. Saber que hiciste lo que creías que estaba bien, aunque te haya costado. Sentir que tus decisiones tienen sentido, incluso si no todos las entienden.
A veces pensamos que el bienestar depende de que todo esté bien afuera. Pero la verdad es que ese bienestar profundo, el que no se tambalea con cada problema, viene de adentro. De vivir con sentido. De actuar en sintonía con lo que uno cree.
Capaz por eso no se habla tanto de esto. Porque no se puede mostrar. No se puede medir. No se puede fingir. Pero justamente por eso es tan importante.
Puedes tener todo lo demás en orden. Pero si no tienes paz contigo mismo, eso se nota. Y se siente. Por eso, para mí, la inteligencia moral no es un lujo ni una idea filosófica. Es una necesidad. Es lo que marca la diferencia entre estar bien y sentirse bien.
Si nos enfocamos en cumplir con el pago de los impuestos que nos corresponde y en ser vigilantes para que no haya desvío de fondos hacia hechos de corrupción —aplicando nosotros mismos y en nuestro entorno inteligencia moral—, podremos construir entre todos un mundo mejor y sancionar con propiedad a quienes desvían los recursos del Estado hacia el lucro personal.
Aplicar con el ejemplo la inteligencia moral es, al final del día, lo que más importa. Comencemos nosotros mismos el cambio.
El autor es Country Managing Partner – EY
