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La literatura no se come

Viciando un poco las líneas de Gabriel García Márquez, la literatura no se come, pero alimenta. Esta semana, la Alcaldía de Panamá demostró no entender una verdad humana tan básica. Al posponer los concursos literarios con la excusa de la falta de presupuesto, sus líderes dieron un claro indicio de que los artistas no estaremos representados por los próximos años en ese municipio. Como dicen, quien no está sentado en la mesa de decisiones es parte del menú.

Al sugerir que estos concursos regresarían solo si consiguen patrocinio privado, se evidencia el escaso entendimiento del rol de la provisión pública de bienes y servicios para sostener el capitalismo que tanto se venera en la Alcaldía. Y, por supuesto, todo esto revela una profunda falta de comprensión sobre cómo los artistas son piezas fundamentales en los complejos procesos de desarrollo social y económico de la ciudad.

El problema, sin embargo, es mucho más complejo. Los concursos literarios en Panamá han estado debilitándose desde hace tiempo. Sin duda, estos premios representan una puerta de entrada al mundo cultural para muchas personas. Yo, que nací en Calle 17, Río Abajo, y crecí en Calle Cuarta, Don Bosco, no era miembro originario del pequeño círculo cultural de Panamá del siglo pasado.

Al ganar cuatro premios Ricardo Miró, se me abrieron puertas que desconocía que existían, y estoy muy agradecido. Pero como política cultural, estos concursos no son efectivos. En un mundo dominado por influencers e inteligencia artificial, los premios literarios panameños siguen un modelo arcaico. En gran medida, se basan en la noción de que los escritores escriben tras ser impactados por un relámpago de inspiración enviado por una de sus musas. El objetivo de este tipo de concursos parece ser validar la autoexpresión, sin preocuparse por la existencia de un público lector.

Los $30,000 invertidos en los premios municipales apenas cubren los costos de producción de la literatura, dejando de lado la distribución y promoción. No se contempla un presupuesto para llevar a los ganadores a todas las provincias y comarcas para promover sus obras. Tampoco se organizan visitas a escuelas, librerías y bibliotecas para que los autores lean sus obras, compartan y conozcan mejor a sus públicos. Y para qué hablar de rondas de entrevistas por TV y radio, donde se prefiere cubrir barrios de violencia antes que literatura desgarradora.

Aún más preocupante, los organizadores de concursos públicos hacen poco para desmantelar el peculiar proceso de inclusión en la lista de libros aprobados por el Ministerio de Educación, dominada por textos de autoayuda, clasistas y mal escritos (como mi hijo de diez años concluyó por sí solo), en lugar de obras entretenidas, frescas y bien logradas que surgen de los premios más importantes de Panamá, como La casa rota de Lucy Cristina Chau y La chica que conocí el día que mataron a Kennedy de Dimitrios Gianareas.

Si la Alcaldía de Panamá realmente está interesada en el aspecto económico de todo lo que hace, debería saber que ningún negocio prospera sin capital semilla, contactos, promoción, distribución ni apoyo del sector público. Usando su propio lenguaje, todos los negocios necesitan inversión gubernamental para surgir. La falta de apoyo a estos concursos literarios refleja una miopía preocupante sobre el papel de la cultura en el tejido social y económico. Si realmente queremos un área metropolitana que avance y se desarrolle integralmente, es crucial que se valore y se invierta en la literatura, reconociendo su rol en la construcción de una sociedad justa, crítica y empática.

El escritor egoísta que vive dentro de mí me dice, sin embargo, que el próximo quinquenio regalará miles de anécdotas desapacibles para añadir a los “cuentos de la ciudad rota” que comenzara hace ya 7 años Pedro Crenes Castro, otro de los grandes escritores panameños premiados en concursos literarios. Organicémonos para que estos cuentos sean escritos y publicados en condiciones dignas, y leídos por miles de personas en todas las provincias del país.

El autor es economista cultural.


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