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La medición y pesaje de la franca verdad

Recientemente hemos visto dos amagos de coartar la libertad de expresión. Ambos apelan a crear barreras o requisitos a expresar públicamente opiniones. A prima facie nos hemos conformado con que se rechacen de suyo la mordaza y la censura como actos de coacción. Pero hay mucho más, con la censura, se rechaza la difusión de ideas, debates y conocimientos, necesarios para avanzar como una sociedad abierta y progresista.

La defensa de la libertad de expresión surge casi desde que Gutenberg inventó la imprenta en 1440. Con la fuerza del verbo escrito nace la censura. En 1644, John Milton escribe Areopagitica una brillante defensa de la libertad de expresión. Allí, se inmortaliza con la frase “dadme la libertad de saber, hablar y argüir libremente según mi conciencia, por encima de todas las libertades”.

Pero Milton, correctamente antepone la libertad de saber. Y su obra así lo recoge varias veces. Cuando dice “Verdad y entendimiento no son mercancías monopolizables y que admitan tráfico por cédulas y estatutos y patrones oficiales” claramente se refiere a la intrusión del gobierno en “licenciar” oficios y profesiones con los que se coartan, no solo ejercer, si no hablar y argüir libremente sobre esos temas. De hecho Milton rechaza “la idea de convertir todo el conocimiento del país, para marcarlo y licenciarlo como nuestro paño fino o pacas de lana”. Y advertía “no correrá escrito que no haya pasado por la aduana de ciertos publicanos a quienes incumbe la medición y el pesaje de toda franca verdad”.

En este país, la protección de los oficios y profesiones, que atenta contra el libre ejercicio de las actividades y contra el derecho de contratar libremente, es también una clara violación a la libertad de saber y argüir. El proyecto de ley sobre politólogos fue rechazado por sus aspiraciones radicales y descaradas. Pero no pedía más que lo que se concede a las más de 180 profesiones protegidas que hay en el país y que marcan y licencian el conocimiento, convirtiéndolo en feudo gremiales. ¿Por qué debo obligatoriamente confiar estudios económicos a un economista protegido por una ley? , ¿Por qué no puedo libremente asesorar en mercadeo a quien me contrate? ¿Por qué debe un ciudadano obligadamente contratar un abogado para gestionar frente al Estado? O ultimadamente ¿por qué no puedo llamarme politólogo o analista político si mis seguidores, escritos y debates me conceden esa capacidad? Y así, desde médicos hasta peluqueros.

Todos los privilegios profesionales que conceden los que Milton llama “los publicanos licenciadores” parten de la odiosa premisa que el ciudadano no es capaz de entender, aprender y diseminar conocimiento especializado, atinado y veraz. La palabra “empírico” se esgrime con desdén, y seguramente limitado al que no aprende de la universidad, aserto muy debatible. No es la escuela la que forma, es la que informa (y bastante mal). Puedo señalar, con nombres propios, campesinos mejores que agrónomos y amas de casa que saben mas sobre precios que los encumbrados doctores de la facultad de economía.

Así, la limitación de la supuestas fuentes del conocimiento son limitaciones a la difusión del conocimiento y fatales para una sociedad libre. En su colosal ensayo El uso del conocimiento en la sociedad, Friedrich Hayek certeramente señala que, no es el conocimiento del técnico, ni el de los pensadores el que mueve la información cotidiana con que decide y actúa la sociedad. Es la información dispersa que cada ciudadano posee y adquiere a diario la que mueve las decisiones de cada uno en particular y manda las señales a la sociedad. La condición necesaria de ese intercambio es la libertad. Y entre más libre una sociedad más dinámico y disperso será el conocimiento y así su prosperidad material e intelectual.

Con gran diferencia en tiempo y circunstancias Milton y Hayek coinciden, en el valor del conocimiento libre. Casi poéticamente, Milton escribe “en la Escritura es comparada la Verdad a un manantial de aguas corrientes, si sus aguas no fluyen en perpetuo avance, enferman en charca cenagosa de conformismo y tradición”. O, como bien lo puso Judy Meana, en “la condena del atraso”.

El autor es director de la Fundación Libertad.


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