En la mayoría de las civilizaciones, la palabra tiene una importancia esencial y, muchas veces, fundacional. Homero cantó en La Odisea que la “palabra articulada” es un carácter distintivo de la humanidad, del “hombre racional”. Las tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo e islam), con sus respectivos Libros Sagrados (la Torá, la Biblia y el Corán), reconocen el carácter fundacional de la palabra. (“En el principio era el Verbo...”, está escrito en el Evangelio según san Juan), una noción compartida con la ciencia: la existencia de cuerdas vocales y del lenguaje verbal, con sus centros nerviosos especializados en el cerebro y el cerebelo, son características biológicas evolutivamente propias de la humanidad.
La importancia de la oratoria en la actividad política fue conocida y estudiada por los antiguos griegos y romanos. También por los aztecas, quienes otorgaban el título de “Huey Tlatoani” (“Gran Orador” en náhuatl, el idioma de los mexicas) a su emperador, un monarca electivo surgido del seno de su nobleza o aristocracia gobernante, como lo era el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico en el pasado, y en la actualidad el Papa, en el Estado del Vaticano, o el Ayatolá, “Líder Supremo” de la República Islámica de Irán: estados teocráticos.
En 1949, el famoso escritor británico George Orwell (pseudónimo de Eric Arthur Blair) puso de moda la palabra y el concepto de “neolengua” con su novela 1984, calificada de distópica, aunque en realidad es una profunda sátira política escrita en 1948 (cuyos dos últimos dígitos fueron invertidos para darle título) contra el totalitarismo comunista y el terrible dictador vitalicio Iósif Stalin.
Orwell bautizó como “neolengua” a la sistemática manipulación del lenguaje efectuada por la élite gobernante de la extinta Unión Soviética para renombrar la realidad mediante la alteración intencional del significado de las palabras. Una práctica propia de los sofistas y demagogos de la Antigüedad griega, también practicada por Julio César, quien, en su ambición por convertirse en rey aboliendo la República romana, logró titularse “Cónsul Vitalicio” y “Dictador Perpetuo”, cargos públicos originalmente temporales, desnaturalizados. También Napoleón Bonaparte —el general golpista, doblemente traidor a la Revolución Francesa al restaurar la monarquía en cabeza propia y restablecer la esclavitud abolida por ley en 1794— es un ejemplo de la neolengua en acción. Se autoproclamó primero “Cónsul Vitalicio con derecho a nombrar sucesor”, imitando a Julio César, y después, sin escrúpulos, “Emperador de los Franceses”. Porque Francia, que había ejecutado en la guillotina al rey Luis XVI y a la reina María Antonieta, proclamó públicamente que “nunca más sufriría el yugo de un rey”. Pero Napoleón “no era un rey”, sino un “emperador”, y no de Francia, sino “de los franceses”. ¡Pura neolengua! Esto explica que en Estados Unidos, adalid de la democracia moderna —que logró su independencia hace más de dos siglos al ganar la guerra contra los ejércitos del rey de Inglaterra— muchos se alarmaran ante las palabras insensatas del presidente Trump al exclamar “¡Larga vida al rey!”, quien ahora especula con reelegirse en el cargo contra normas constitucionales, como cualquier tiranuelo tercermundista, incluso afirmando que puede intentarse una nueva interpretación jurídica, como sucede con los “jueces” de las “repúblicas bananeras”, sometidos al yugo de los capataces de turno, quienes sin vergüenza alguna afirman que lo ordenado por sus jefes es lo que debe leerse en sus constituciones, y no lo escrito en el texto constitucional. Puros disparates para obedecer la arbitrariedad de los tiranuelos.
Los totalitarismos de la utopía marxista, tanto en Europa como en el resto del mundo, eran —o son— adictos a la neolengua. Era común llamar a sus estados totalitarios “República Democrática Popular”, aunque jamás fueron repúblicas, ni democráticas, ni populares: solo expresiones propias o impuestas (en los casos de los estados satélites de la Rusia comunista invadidos por el Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial) de una tiranía monárquica, con sistema de partido único, economía colectivista y oligarquía gobernante con poder para reprimir, aplastar y erradicar toda oposición.
El ideólogo alemán Karl Marx plagió el Manifiesto de los Iguales, publicado en un periódico de París en 1794 por el revolucionario francés François “Graco” Babeuf (guillotinado en 1797 por el gobierno francés), líder del Movimiento de los Iguales, inspirado en la antigua Esparta de Licurgo, los Homói (“Los Iguales”) y la Utopía de Tomás Moro. Marx sustituyó la expresión “dictadura de los trabajadores”, usada por Babeuf, por la inexacta y encubridora “dictadura del proletariado” (siempre imaginaria, porque nunca gobernaron los obreros, soldados ni campesinos, sino los directivos del partido único, convertidos en nueva oligarquía), en un ejemplo marxista del poder manipulador de la neolengua. Este gusto por la neolengua lo comparten todos los autócratas contemporáneos, y los totalitarios son los peores, sean fascistas o comunistas.
En 1949, al publicarse 1984, se creía enterrado para siempre el fascismo, derrotado en Italia y Alemania (el nazismo, su peor versión), y por eso Orwell se centró en el totalitarismo comunista encarnado en Stalin, “El Gran Hermano”. Aunque ya sabemos que el fascismo, como el totalitarismo comunista y toda autocracia, siempre amenazan a la democracia por ser sus enemigos existenciales. La democracia es un invento revolucionario de los antiguos griegos de la Atenas de Clístenes, en el siglo VI a.C., quienes concibieron un gobierno colectivo electo por el pueblo, con mandatos temporales (lo opuesto a la reelección ilimitada y el carácter vitalicio) y división del poder público, con elecciones libres, igualdad ante la ley y responsabilidad de los gobernantes. La democracia es nueva frente a la antigüedad incunable de la monarquía absoluta, que inventó el mítico “derecho divino de los reyes”, una mentira para esconder sus orígenes guerreros. (La monarquía constitucional es una transacción entre los aristócratas y el pueblo para sobrevivir al poder popular en una democracia parlamentaria, conservando los monarcas un rol simbólico y protocolar, y ejerciendo el Parlamento el poder político.) La utopía marxista degeneró en totalitarismo comunista, una forma encubierta de monarquía absoluta, una reacción contra la democracia. Y como toda monarquía, puede ser electiva (cuando la oligarquía del partido único escoge de su seno al “monarca comunista”, como en la China actual o en la extinta URSS) o dinástica (cuando el monarca comunista impone como sucesor a un familiar, como en Corea del Norte). Constituye, en ambos casos, una manera de sustituir la democracia por la monarquía. Lo mismo sucede con el fascismo, que hoy vemos renacer como neofascismo, neonazismo o con otros disfraces o etiquetas.
La neolengua está presente cuando Vladimir Putin, autócrata de Rusia, desata una guerra de agresión y conquista contra Ucrania y la llama “Operación Militar Especial”; cuando Benjamín Netanyahu, en lugar de ordenar la búsqueda y captura policial de los terroristas de Hamás que perpetraron la terrible matanza, secuestros y violaciones contra inocentes judíos en Israel el 7 de octubre de 2023, ordenó una expedición militar punitiva —o de castigo colectivo— contra toda la población de la Franja de Gaza (cerca de 2.6 millones de personas en un territorio ocupado ilegalmente por Israel), que hasta ahora suma más de 50 mil muertos, la mayoría civiles desarmados: niños, mujeres y ancianos árabes, muertos por bombas, balas y hasta por hambre. Ha convertido la Franja de Gaza en un gigantesco gueto, a similitud de los guetos judíos organizados por la Alemania nazi en la Europa ocupada durante la Segunda Guerra Mundial. Con el agravante de someter a los palestinos —en un mundo que proclama los Derechos Humanos reconocidos por la ONU— a un asedio casi permanente, privados de alimentos, agua potable, energía eléctrica, combustibles, medicinas y atención médica, sin respetar escuelas, hospitales ni centros de ayuda humanitaria. Compite así el terrorismo de Hamás con el terrorismo de Estado de Israel, en una escalada de atrocidades que podría configurar crímenes contra la humanidad, incluso genocidio. Hoy, el gobierno de Netanyahu, después de la destrucción deliberada de miles de viviendas e infraestructura, habla de evacuar la Franja de Gaza de sus habitantes y de anexar territorios a Israel, en una especie de “limpieza étnica” (un grave crimen), en contra de la solución de dos Estados avalada por la ONU: Israel como Estado judío y Palestina como Estado árabe. Judíos y árabes son pueblos semitas, por tanto es un absurdo acusar de antisemita o de antisemitismo a quien cuestiona, desaprueba, censura, condena o repudia la acción militar punitiva de Israel en la Franja de Gaza y sus propuestas de limpieza étnica o anexión territorial.
Los antiguos griegos advirtieron que la democracia, el verdadero gobierno del pueblo —siempre odiada por los autócratas, dictadores y aprendices de tirano— podía sucumbir ante los engaños de los demagogos, farsantes alimentados por el verbo manipulador de los sofistas: los hoy cultores de la neolengua.
El autor es abogado.