Hace más de 500 años, la humanidad experimentó un giro respecto a las consideraciones y suposiciones sobre el propósito de los hombres en relación con sus posibilidades y probabilidades. El humanismo, a través del Renacimiento, le dio un nuevo significado a la cotidianidad de los campesinos, artesanos, agricultores, servidores públicos, esclavos y hasta los oligarcas. Transformó las formas de pensamiento, los sistemas artísticos e incluso la naturaleza misma de la política. El trabajo forzado dio paso, en gran medida, a un trabajo con propósito. La pregunta dejó de ser “¿Hasta cuándo?” y pasó a ser “¿Para qué?”. Lo que antes se consideraba absoluto se volvió objetable, y entre las principales inquietudes sobresalieron las relacionadas con el poder.
El dogmatismo quedó a un lado y, aunque no desapareció, permitió que el pensamiento crítico floreciera. Como resultado, surgió la convicción de que el individuo tiene el derecho a pensar en su futuro, a discrepar sobre cuál es su propósito y a decidir por sí mismo qué quiere hacer con sus días. Las plazas, catedrales, ciudades y puentes se construyeron con un propósito: facilitar el intercambio y la conexión. Cada ciudad que emergía en el continente europeo no solo exhibía joyas arquitectónicas que reflejaban el salto de una era a otra, sino que albergaba obras literarias que daban testimonio de las mentes más brillantes de la época. Artistas, escritores y arquitectos exploraron el significado del yo, aceptaron la posibilidad de discrepancias, y entendieron que la diferencia entre expectativas y realidades reside en la flexibilidad de la mente que piensa y la que no.
La política rescató ideas perdidas de los griegos. Nuevos conceptos redefinieron la noción de poder. Los plebeyos comenzaron a comprender el significado de ciudadanía y, poco a poco, surgieron ideas sobre el origen del poder, la función de la justicia y la verdadera forma del Estado, esa entidad inmensa e inamovible que rige sobre todos. Con el tiempo, el modernismo evolucionó hasta convertirse en una amalgama de contradicciones que desafía la naturaleza humana.
Las normas ya no son normas; lo que debía corregirse se ha convertido en excusa para destruir lo que sí tenía valor. Las diferencias, que antes nos hacían únicos, se han convertido en armas de doble filo, usadas para dividir en lugar de enriquecer. Los conceptos se tergiversan, no para fortalecer el lenguaje ni para fomentar el esfuerzo individual que promovía el humanismo, sino por un capricho excesivo nacido del libertinaje incontrolable.
La moralidad y la ética, que antes eran inseparables, se han demonizado. Se culpa a la religión de todos los males, pero no a las personas que, por voluntad propia, cometen actos dañinos. El abandono de la moralidad no responde a un criterio pragmático ni a la búsqueda del bien común. Si así fuera, nuestras discusiones, debates y decisiones buscarían el bienestar general, no el de grupos específicos que, en su afán de imponer su visión, han creado un “nosotros” enfrentado a un “ellos”.
La humanidad parece haber olvidado la necesidad de evaluar la salud de sus pensamientos y la solidez de su carácter. Pero el problema no es el modernismo ni las comodidades que nos brinda, sino la voluntad de las masas, sumergida en deseos e intereses individuales. Se ha exaltado el hedonismo como fin último, olvidando la responsabilidad y el deber.
En los espacios de diálogo faltan personas decentes. Y no me refiero a quienes aseguran no tomar partido, sino a aquellos que entienden que la realidad no es solo blanco o negro, sino una compleja gama de grises. Parece que, en lugar de despertar, estamos adormeciéndonos ante las consecuencias de dos extremos opuestos: una culpa colectiva por haberlo tenido todo y un resentimiento profundo por no haber tenido nada. Pero, en vez de buscar soluciones, algunos proponen como única salida la destrucción moral del otro.
Los conceptos que organizaban nuestras sociedades han sido distorsionados por ideologías y cambios superficiales que, lejos de transformar, perpetúan el statu quo. Se ha instalado la idea de que el mundo debe retroceder a una etapa pasada, lo que solo conduce al pensamiento primitivo. Es urgente recuperar el orden sin sofocar la expresión natural del humanismo. Debemos devolverle dignidad al idealismo, al desarrollo y a la fragilidad humana, evitando la cosificación de las personas.
Tampoco es útil culpar al pasado por existir o enaltecer a nuestros antepasados sin reconocer sus errores. La capacidad de raciocinio que hoy poseemos, gracias al acceso al conocimiento, debería ser nuestra mejor herramienta para recuperar la nobleza y la integridad.
Quizás el momento crucial que esperamos sea el reconocimiento individual de la ingenua soberbia que nos genera el conocimiento superficial. Tal vez, si nos hubiésemos detenido a analizar lo que llamamos verdad, habríamos notado el daño irreversible que la difusión de información falsa puede causar a la humanidad. Y, quizás, si hubiésemos sido lo suficientemente humildes para aceptar que cada persona tiene una realidad distinta, podríamos haber dejado de excusar nuestros errores en una supuesta objetividad absoluta, dando paso a la subjetividad que el debate humano merece.
El autor es internacionalista.