En el marco de la política panameña, el uso del numeral 12 del artículo 184 de la Constitución, que otorga al presidente de la República la facultad de rebajar penas, plantea serias interrogantes sobre la justicia y la ética gubernamental. A medida que se acercan los finales de año, la práctica de conceder libertades a ciertos condenados se presenta como una tradición, pero también como una oportunidad para cuestionar la integridad de las decisiones políticas.
En la reciente promulgación del Decreto Ejecutivo 114 de 7 de octubre de 202, se vio una especie de “calistenia” para nuevos eventos que se vislumbran en el acontecer nacional, lo cual coindice con patrones de conducta en la política que han llevado a la percepción de que cada gobierno de turno juega su propio juego a expensas de la justicia. ¿Existen las coincidencias? Dos días después que, el señor presidente, en defensa del nombramiento del nuevo procurador, expresara que “Varela es un enfermo”, el ex ministro del Mides, Guillermo Ferrufino, al mejor estilo de un drama televisivo de prime time, intentando emular su otrora programa “qué tal si te digo”, dijo exactamente las mismas palabras: “Varela es un enfermo”.
Coincidentemente, solo días atrás Giacomo Tamburelli y Ramón Ashby, quienes llevaban meses de estar evadiendo su captura, fueron “aparentemente” aprehendidos, dejando el escenario abierto para que, prontamente, desde Italia, Adolfo “Chichi” de Obarrio haga su entrada triunfal, para así cumplir la promesa del señor presidente, de abrir los candados para todos los Pepova (Perseguidos por Varela).
Eventos aislados, como el comentario del presidente sobre Varela y la curiosa sincronía de opiniones entre actores políticos, sugieren una narrativa más amplia que va más allá de la simple coincidencia. La repetición de ciertas frases y actitudes hacia figuras condenadas revisten un matiz que invita a la reflexión sobre el estado actual del sistema judicial y la política en Panamá. Tal parece que se está construyendo un relato donde los culpables son vistos como víctimas, cuando en realidad han transgredido normas éticas y legales.
La situación se complica aún más cuando los posibles beneficiados por estos privilegios no pueden justificar la procedencia de sus nuevas fortunas. A pesar de haber regresado alguna parte de los fondos sustraídos, su falta de transparencia en sus nuevas adquisiciones se traduce en un cuestionamiento ante la “salomónica” decisión que se avecina, misma que les garantizaría la reintegración de sus nuevas fortunas a la economía nacional. La lógica de que esta distribución de justicia responde a una influencia política sucia y no a un criterio de redención es difícil de ignorar.
La realidad que enfrentamos en Panamá es una profunda paradoja. Mientras se promulgan leyes y decretos en defensa de la justicia, las acciones que se ejercen desde el poder pueden carcomer los principios fundamentales que dicha justicia pretende proteger. Es esencial que la ciudadanía mantenga un ojo crítico sobre estos procesos, ya que la lucha contra la corrupción y la búsqueda de una justicia imparcial deben prevalecer en el espíritu democrático que todos anhelamos.
Solo a través de un compromiso genuino por la transparencia y la rendición de cuentas podremos reconstruir la confianza en nuestras instituciones y asegurar un futuro más justo para todos los panameños.
El autor es abogado.