La pobreza como capital político



Toda relación de amor inicia con promesas. Pero dice un conocido refrán que cuando los problemas entran por la puerta, el amor sale por la ventana, y en materia campañas políticas, aplica el dicho que tanto en la guerra como en el amor todo se vale, así en los menesteres electoreros, el mentir para subsistir, se ha vuelto un arte.

Es que no cambia el método de mover el bote para parecer más panameño que la poesía patria, pintarnos de verde, con discursos modo Capriles; cargar bebés, besar ancianos, regalar mendrugos, comer lo que nunca, yuca, duro, boli; parecer del barrio, de la comarca, de la ciudad, del campo; híbridos que nos recuerdan al luchador mexicano mil máscaras con todas las herramientas disponibles dentro de la caja para estar anticipados a cualquier movida del votante y quienes como su histórico contrincante en el cuadrilátero de, El “Santo”, no tienen nada.

Existe una relación directamente proporcional que nos dice que, a mayor escasez de recursos en los quintiles pobres del país, mayor es el caudal político, la educación nos da una pista. Así bien lo indicaba un estudio del 2006 realizado por el Banco Mundial que parafraseando dijo que los padres pobres con bajos niveles educativos, reproducen hijos pobres con niveles educativos inferiores al de sus padres, entonces este círculo vicioso de pobreza es caldo perfecto donde se cultiva una especie analfabetismo político que juega con la dignidad humana y que hasta hoy nos humilla como sociedad.

Esta motivación mesiánica que recorre las comunidades al menos una vez cada cinco años con el objetivo de calcular el metraje político, contar votos en cada segmento censal, me trae a recuerdo fragmentos de una serie de la pantalla chica, “el vendedor de sueños”, donde uno de sus personajes principales, era un “mendigo”, paradójicamente muy famoso, pero como en el escenario electoral, en realidad nadie conocía quién era o de dónde provenía, solo se sabía que al protagonista, como a los políticos, le ayudó a no caer.

En realidad, no importa cuán alto suban candidatos y futuros electos en el rascacielos de la vida de la nacionalidad panameña, el fin nunca justificará el medio (esto no lo dijo Maquiavelo), en algún momento de nuestra justicia tardía sucederá como en el viejo adagio, el que sube como palma, un día caerá como coco. Nuestros políticos mal llamados tradicionales (profesionales) ya posicionados en medio de este gran caudal, inician el inmediatismo proselitista que a mejor conveniencia solo mira su ombligo tomando ventajas y capitalizando la dignidad de muchas poblaciones empobrecidas material y espiritualmente, a las que le han robado hasta su capacidad de asombro.

Aunque debo decir que este modelo circular también se perfecciona en nuestro país en el 35% de lo que denominó Rafael Tom, “el síndrome de doña Florinda”, la llamada clase media aspiracional que aún sueña los sueños de la clase alta comprando utopías empacadas en la retórica discursiva, esto último también genera pobreza y buen capital.

Así, en una sociedad teledirigida a lo Sartori en su obra el Homo Videns, se hechizan las masas votantes, y muchos de nuestros candidatos a puestos de elección, como en el relato que concurre en el nuevo espectáculo de magia de la película El Ilusionista, presentada en la edición de 2006 del Festival de Cine de Sundance, en Estados Unidos (parangón válido), los políticos nuestros son tan hábiles, que hasta pueden invocar el espíritu de los muertos, para que voten, si no fuera así, como explicaríamos que existan más electores que pobladores en algunos circuitos, todo un espejismo electoral.

Entre más promesas rotas, mayor es el capital disponible. Una de estas, la más colegida entre los candidatos es la reforma a nuestra Carta Magna. En realidad, requerimos de una nueva Constitución política o de una nueva sociedad que respete las leyes. Nuestro ordenamiento jurídico es suficiente, nuestro compartimiento ético frente a ella no lo es. Parece que la respuesta es cambiar el tutelaje de las leyes, lo que es una contradicción, si estas han sido capaces de activar las alarmas que encienden las luces rojas que nos advierten que está siendo trasgredida.

Necesitamos entonces una nueva Constitución o de ciudadanos con una ética jurídica que haga más sostenible la convivencia y nos obligue a respetar los mínimos comunes en los que nos hemos puesto de acuerdo para convivir como sociedad. Que en Panamá vivamos en democracia, no significa que haya más demócratas. ¿Se podría estimar este capital? Por supuesto. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC), podría representar un 22% de pobreza, mientras que, según el Informe Anual de la Pobreza y Pobreza Extrema en Panamá, que realiza la Iniciativa Panamá Sin Pobreza, estiman que 1 de cada 4 panameños es pobre y que esta condición afecta a 1.1 millones de panameños, este número es generoso.

Es que no existe un algoritmo pensado que permita hallar la solución a este problema, más allá de solo medirlo, porque ni el FIS, FES y ni PAN, ni los subsidios han logrado romper con este círculo vicioso, que genera ascendentemente capital político, ni aparece estrella en el firmamento que nos eduque para tomar decisiones informadas.

Es que ya no hay teoría del comportamiento que lo explique sin enojar el espíritu, y sobresaltar las emociones por tantos habitantes, que salen y entran de noche a sus casas, comparten desde la inseguridad, hasta un tranque solidario, desayunan, escuchan noticias, conviven entre sí, se maquillan, y duermen en el auto; y lo peor es que la memoria corta nos hace aplaudir a nuestros victimarios y como el síndrome de Estocolmo, nos convencemos de que han sido buenos con nosotros.

La pobreza como capital político requiere un cambio de estrategia del votante, por lo que concluyo como Nicolás de Maquiavelo en El Príncipe: “el león no puede protegerse de las trampas y el zorro no puede defenderse de los lobos…” pero advierte, “uno debe ser por tanto zorro para reconocer las trampas y león para asustar los lobos”. Por esto, este 5 de mayo engrandezcamos más a Panamá otorgándole a nuestro voto, el poder de decidir y bien.

El autor es doctor en ciencias, educación social y desarrollo humano.


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