La república panameña: el poder es terriblemente dominante, y la democracia sumamente delicada

Lilly Téllez, senadora de la República Mexicana, en un discurso pronunciado el 10 de septiembre de 2024, frente a las controvertidas reformas judiciales propuestas por el oficialismo de ese país, dijo:

“No importa finalmente qué los llevó a la complicidad, puede ser la más auténtica imbecilidad, la más profunda ignorancia o irresponsabilidad, o el más ruin cálculo político de poner en riesgo a un país entero solo para garantizar su mediocre supervivencia política... Pero nadie de ustedes se atreve a ser libre, no se atreven a hacer lo correcto, no se atreven a tener dignidad, no se atreven a tener honorabilidad ni autonomía intelectual... El poder es terriblemente dominante, es voraz cuando cae en las manos equivocadas, y en acomplejados, incultos y sin carácter, es un peligro por el que pagan todos, y más los más pobres…”

Sócrates, según narra Platón en La República, explica que solo a través de la democracia se puede dar paso a la tiranía, si las masas, dejándose llevar por sus deseos y su falta de disciplina, eligen a un demagogo quien acaba controlando el poder absoluto. Porque en medio de multitudes descontentas y desesperadas, aparece ese líder carismático o convincente que, a través de sus encantos y promesas, susurra a la gente lo que quiere oír, explotando las libertades y la falta de disciplina para manipular el orden público y seguir tomando control de los poderes que le hacen contrapeso. El discurso de la senadora Téllez me recordó a una de mis clases de Ciencias Políticas sobre el líder ideal y el republicanismo. Un líder que representa el bienestar del Estado entiende que sus motivaciones no provienen de sus intereses, deseos o ganancias personales, sino que comprende que el bienestar del Estado implica lo que es verdaderamente mejor para la sociedad.

Posteriormente, cuando ese demagogo llega al poder, hace festín a costa del orden público, la estabilidad económica y el estado de derecho. Quienes cuestionan sus acciones se vuelven detractores de la patria, el bien común se convierte en un conjunto de creencias basadas en intereses personales, y los principios de virtud y justicia se ven manchados por un nuevo tipo de corrupción en la cual sus decisiones son la voluntad irremplazable e irrevocable de los pueblos. Esto es, en esencia, la decadencia de la República y de la patria, porque a través de las injusticias —tanto las verdaderas como aquellas que ellos han creado— estos líderes corruptos e incompetentes crean una división necesaria para hacerse con el poder absoluto y mantenerse allí.

Por otro lado, el líder ideal reconoce que los cimientos morales sobre los cuales la República necesita asentarse requieren basar todos los principios políticos en dos valores fundamentales: la sabiduría y la virtud. La sabiduría de saber qué cosas son necesarias cambiar y cuáles son vitales para implementar, de modo que se construya una mejor nación sin derribar los esfuerzos y logros del pasado; y la virtud de la justicia, de ser lo suficientemente humilde para aceptar aquellas cosas que trastocarían sus deseos más personales y, sobre todo, de rechazar el poder absoluto. El líder ideal reconoce que una democracia saludable es tan saludable como el mismo sistema de balances y contrapesos. Este líder entiende que no hay un mejor sistema político hoy en día que la República, porque solo a través del republicanismo realmente se garantiza la voluntad popular y se honran las virtudes cívicas que constituyen y protegen la libertad, la propiedad privada, el estado de derecho y la dignidad humana. Según Maquiavelo, la constitución sobre la cual se fundamenta una república da paso a un sistema más estable y justo que aquel que puede emerger de las monarquías o las tiranías. Nuestras repúblicas se ven amenazadas por la aparición de políticos que desarman el poder de la justicia y compran el poder legislativo, borrando así la integración del consenso, el debate de ideas y la fiscalización. Maquiavelo asegura que el republicanismo previene el despotismo, que no es más que el abuso del poder en su forma absoluta, y permite lograr así el dinámico equilibrio en todos los aspectos sociopolíticos.

Pero, ¿por qué debería ser central el debate sobre cuál es el diagnóstico de la salud de nuestra república? Explicado por Sócrates, “entre más dure la democracia, más democrática se vuelve”; y en el momento en que el sistema democrático en curso exacerba la desigualdad y la dependencia a través de un nuevo concepto de inclusión que aboga por atribuirle poderes, responsabilidades y derechos insostenibles a individuos ajenos al progreso y el bienestar común, es allí cuando la democracia se vuelve ineficiente, producto de las decisiones de nuestros políticos. A esos que fueron elegidos para administrar el Estado, la cosa pública y proteger las garantías de nuestro contrato social, se les ha olvidado que no son dueños de nada. Ni el Estado les pertenece, ni la cosa pública es de su propiedad privada, ni mucho menos las garantías y los derechos que el Estado debe garantizarnos son negociables según sus caprichos. La degeneración de la democracia nos conduce a una oclocracia, que no es más que el gobierno del gentío o la muchedumbre, y no de la gente y de los ciudadanos. Así como una aristocracia corre el riesgo de acabar en una oligarquía, o una monarquía en una tiranía, la democracia puede acabar en una dictadura de los demagogos. Una oclocracia resulta en una caquistocracia, un gobierno controlado por las personas más ineptas, incompetentes y cínicas; es decir, el beneficio de los bribones a costa de los tontos. Además, todo deterioro democrático está en riesgo de acabar en una cleptocracia, el sistema en el que la corrupción, el nepotismo y el despotismo se institucionalizan, y el clientelismo, el peculado y el robo se normalizan como parte del tejido social de la nación. ¿Qué sería de una nación gobernada bajo todos estos males?

En otro tiempo, la democracia era vista como un privilegio del ciudadano, pero hoy es un derecho adquirido por el hecho de nacer dentro de una democracia. Ejercer ese derecho de una manera yoquepierdista no acarrea ninguna responsabilidad, y por ende, las consecuencias que surjan de electores y ciudadanos que no tengan autonomía intelectual deberán ser sufridas por todos. Debemos aprender a reconocer cuándo la nueva clase de políticos ineficientes y facinerosos están tratando de moldear los hechos y la información hasta que encajen perfectamente en el tamaño de sus ocurrencias y pseudoideologías, y reconocer que la democracia no es biológicamente capaz de soportar los mismos errores electivos por siempre. Es en este momento cuando debemos detenernos, no solo a reflexionar, sino también a aceptar el juicio moral que nos traerán las generaciones que están heredando la República, y preguntarnos: ¿Qué hicimos nosotros, la mayoría silenciosa e independiente, cuando al país lo estaban robando, ultrajando, saqueando y violentando aquellos mediocres que saciaron sus ganas de poder para gobernar como les plació?

El autor es internacionalista.


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